La Iglesia no puede y no quiere conformarse con una mentalidad de no soportar, y mucho menos de indiferencia y de desprecio, hacia la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva de su comunidad.
Los ancianos son hombres y mujeres, padres y madres que han estado antes que nosotros en el mismo camino, en nuestra misma casa, en nuestra batalla diaria por una vida digna. Son hombres y mujeres de los que hemos recibido mucho. El anciano no es un extraño. El anciano somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, en todo caso inevitablemente, aunque no lo pensemos. Y si no aprendemos a tratar bien a los ancianos, así nos tratarán a nosotros.
Frágiles son un poco todos los viejos. Algunos, sin embargo, son particularmente débiles, muchos están solos, y marcados por la enfermedad. Algunos dependen de cuidados indispensables y de la atención a los demás. ¿Daremos por esto un paso atrás?, ¿les abandonaremos a su destino? Una sociedad sin proximidad, donde la gratuidad y el afecto sin contrapartida – también entre extraños – van desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad cristiana en la que proximidad y gratuidad no fueran más consideradas indispensables, perdería con ellas su alma. ¡Donde no se honra a los ancianos, no hay futuro para los jóvenes!