La Cuaresma está llegando a su fin.
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¡Cuánto bien nos hace estar con personas que tienen un alma pura y grande! Nos ayuda a cambiar nuestros pensamientos tantas veces egoístas y mezquinos. Nos ayuda a ensanchar nuestra vida y estar atentos a las necesidades de los hombres.
Nos ayuda a descentrarnos y dejar a un lado nuestro ego enfermizo y egoísta. Llegar a tener un alma generosa y grande debería ser la meta principal en nuestra vida.
Decía el Padre José Kentenich: «Siempre debe resonar en el alma esta expresión: – No confundir nunca la generosidad con la obligación. En nuestro diccionario debería existir muy raramente el ‘tú tienes que’ y en vez de él debería estar el ‘tú puedes’.
Donde termina la obligación es donde empieza la generosidad. Verdadera educación a la libertad exige siempre generosidad hasta el extremo. Yo ato mi libertad libremente a los más leves deseos de Dios»[1].
Un alma grande y generosa que nunca dice es bastante. Que sabe que puede dar siempre más. Que se ata a los más leves deseos de Dios.
¡Cuánta belleza en una vida consagrada al amor! ¡Cuánto dolor en esas vidas que se buscan egoístamente y siembran cizaña y división, odio y violencia!
Es verdad que el corazón tiende a encerrarse en su egoísmo. Pero no está todo perdido. Podemos cambiar la dinámica egoísta. Es posible.
Hoy nos preguntamos: ¿Qué buscamos cuando nos damos? La tentación al ver a alguien generoso y magnánimo es pensar que ambiciona algo.
Pensamos mal. Pensamos que ambiciona el amor de otros, o el reconocimiento. Pensamos que no lo hace todo simplemente por amor, sino por interés propio. O lo hace porque quiere recibir lo mismo a cambio.
¿Qué ambiciono yo cuando soy generoso, cuando me doy, cuando amo con todas mis fuerzas? Tal vez no existan intenciones totalmente puras. Es verdad. Muchas veces se mezclan intenciones.
Queremos amar con toda el alma. Y deseamos que nos amen sin medida. Queremos ayudar al necesitado y así nos sentimos tranquilos con nosotros mismos. Damos nuestro tiempo y nos enorgullecemos por ser tan generosos.
Deseamos sentir como sentía Jesús, vivir como vivía Él. Sin esperar nada a cambio. Es nuestra meta. Es un milagro. Para eso se nos regala este tiempo de Cuaresma. Le pedimos que nuestro corazón se asemeje al suyo.
No por hacer muchas cosas somos más generosos. Las apariencias pueden engañarnos. Decía el Padre Kentenich: "El alma parlotea un poco diciendo que todo se hace para Dios, todo lo hace para su honra y glorificación. ¿Quién está entonces entre los verdaderos conversos? Yo no sé. Y ni siquiera los hay allí donde se realizan muchos ejercicios ascéticos exteriores. De suyo, esto no significa nada. Puede haber allí tanto deseo de fama como cuando se estudia, habla, predica o se realiza toda clase de actividades apostólicas"[2].
Un corazón verdaderamente converso es lo que queremos. Un corazón entregado, generoso, que no pone límites. Un corazón que no se busca a sí mismo cuando se da.