El diálogo con la realidad abre más horizontes que el mirarse sólo a uno mismo
De siempre se sabe que las cosas (las personas, las relaciones, las iniciativas, los partidos políticos, los viajes…) no se valoran tan sólo por su impacto inicial sino también por lo que nos hacen sentir pasado un tiempo; una buena película, una sabrosa comida o una sencilla conversación; es el post el que nos habla del ser de las cosas.
¿Cómo disfrutar de una buena sobremesa con prisas? ¿cómo vivir con paz una relación en la que no hay espacio, ni tiempo para pararse juntos ante algo bello? Necesitamos el sosiego para afirmar lo que nos hace bien, para reconocerlo.
La vejez parece invitarnos a este sosiego reconocedor que nos da la paz. Con Quédate conmigo tenemos la ocasión de colarnos por unos minutos en la vida de dos ancianos, Irene y Craig, un matrimonio que se ve obligado afrontar una terrible enfermedad y, sin saber bien cómo hacerlo, tratan de mantenerse en la prueba de la vida con la mayor dignidad y sencillez posible.
Son muchas las películas que recientemente han tratado este tema en el cine; desde la premiada y polémica Amour, de Michael Haneke, en donde la muerte parece tener la última palabra, a otras como Vivir sin parar, escrita y dirigida por Kilian Riedhof o Una canción para Marion en donde vemos cómo es posible vivir la enfermedad sin dejarse determinar totalmente por ella.
Son películas que se preguntan si es posible, durante la enfermedad o la vejez, abrir un espacio donde, aunque sea temblando de miedo, se pueda ampliar la mirada y dejar al corazón gritar, expresarse.
Quédate conmigo, del cineasta canadiense Michael McGowan, consigue en menos de dos horas contarnos una historia con acierto y sencillez.
El actor James Cromwell interpreta formidablemente a Craig Morrison, un anciano granjero amante de la madera y padre de siete hijos, que decide cumplir el último deseo de su esposa Irene (Geneviève Bujol): construir una casa con bellas vistas.
A diferencia de la película de Haneke, la pareja no afronta sola la enfermedad y dejan espacio para que tanto su familia como la comunidad tomen parte en el asunto.
Craig decide poco a poco, ir construyendo una casa que evoca a la casa de Carl Fredricksen de la oscarizada película de animación Up, de Pete Docter, y a la de Walt Kowalski de la fabulosa Gran Torino, de Clint Eastwood.
En las tres películas vemos cómo es el diálogo con la realidad (construir una casa, hacerla volar con globos o educar a un joven) lo que aporta luz a una realidad dura como es la enfermedad. Por lo que mirarse a sí mismo sin dejar espacio a nada más, introduce justo lo contrario: penumbra existencial y decandencia afectiva por todo y por uno mismo.
Ante películas de este tipo están llamados a salir a flote los movimientos más íntimos del alma, la urdimbre moral más honda. Si amamos la libertad, ¿dejamos que afloren a su antojo estos movimientos íntimos o los ahogamos con el pensamiento, el cálculo y la sospecha? Y si los ahogamos, ¿no estamos bloqueando algo que brota de nosotros mismos?