Todo cristiano, por el mero hecho de serlo, debe tener un sentido sobrenatural de las cosas. En cada paso de su vida, en el trabajo y, por supuesto, en el amor. Ese sentimiento, esa sobredimensión de lo que hacemos, debe de ir dirigida a Dios.
Debemos ser esa llama que ilumina al mundo. Esa luz, como la misma que indica cuándo está Cristo presente en el Sagrario de cada Iglesia. Cada uno llevamos, por intercesión del Espíritu Santo, a Cristo. Somos, pues, el nexo de unión con la calle.
Planteémoslo de otra manera. Cada vez que acudimos a participar de la Santa Misa y comulgamos, llevamos a Cristo en nosotros. Como la Virgen durante su embarazo. Somos, durante un tiempo limitado de tiempo, ese Sagrario que sale a la calle. Y esto no es un mandado Positivo, sino Divino, innato en la propia concepción del ser humano como hijo de Dios.
Pero, ¿Cómo ser ese servidor de Cristo? Bien, en las tareas cotidianas del día a día. No podemos dejar nuestra condición de cristianos anclada en la mesilla de noche o colgarlo nada más salimos de Misa. De ser así, no tendría sentido alguno ser creyente.
Dios nos busca en cada momento. Desde que nos levantamos cada mañana. Busca que nos convirtamos cada día. Si fallas a un ser querido, vas y le pides perdón. ¿Por qué no hacer lo propio con Dios, que cuenta las veces que nos ponemos en pie?
Por ello, lleva a Cristo a la calle. No te pongas trabas, ni mucho menos pienses en si se reirán de ti porque, lamentablemente, no sea “corriente” ser fiel a tus creencias. Ya comenté en un artículo anterior que vivir a lo grande no exime de seguir a Dios.
El papa Francisco nos lo recuerda incansablemente cada día. Nuestra capilla, para aquellos que somos laicos, debe ser la calle, el trabajo, los amigos,… no sirve de nada que yo viva mi Fe si, el día de mañana, no arrastro con mi ejemplo y mi oración a la gente que me rodea.
Esta actitud es, al fin y al cabo, una muestra de amor y de cariño. Por ello, possumus! Pero siempre con pleno respeto a la libertad. Esa libertad que tanto trató Santo Tomás. Debemos crear un ambiente cristiano, moralmente bueno, a nuestro alrededor. Muchos teólogos definen esa proactividad como “la ecología de la santidad”. Para ello tenemos al Espíritu Santo, ese gran olvidado y que no es más que el reflejo del amor bilateral del Padre y del Hijo. Llevar a Cristo cada día implica ser a imagen y semejanza suya.
Convertirse cada día no es una cuestión de persuasión, de que alguien me hable de Dios, sino de grandeza humana. Cuando dejamos que Cristo entre en nuestra alma, hace que espiritualmente seamos más dóciles al mandato divino. Y es fácil conseguir esa grandeza humana y espiritual, que tanto impacta en la sociedad: venciendo y superando nuestra pequeñez, evitando pensar en mí mismo y preocupándome por los demás, algo que, curiosamente, se consigue pensando como un niño, con ese amor incondicional y perpetuo.
Tener presente a Dios en cada momento del día nos es difícil, a pesar del ruido.
Y que, al llegar el final del día, nos hagamos esa pregunta que nos hacía el Santo Padre: “¿Qué ha sucedido hoy en mi corazón?”. Debemos cuidar el corazón como se cuida una casa, con llave. Y vigilarlo como un centinela. Esto se consigue teniendo un sentido del pecado y reconociendo la Misericordia de Dios. Cristo, al encarnarse se compadece con el hombre, es decir, compadece con él. Sufre por nuestros pecados. Por ello, se hace necesario cuidar y reflexionar sobre el sentido del pecado y lo que ello supone, sea venial o no.
Solo así, seremos esa vela en el mundo que ilumina cada día. Como aquella que acompaña incansable a Jesucristo en el Sagrario.