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¿Temes enfrentarte con tu originalidad?

Desierto en Marruecos

© makunin

Carlos Padilla Esteban - publicado el 26/02/15

Lo que hacemos habla de lo que somos, pero somos mucho más

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Tenemos ángeles en nuestra vida que nos hacen descubrir el rostro de Jesús. En la Cuaresma pensamos en aquellas personas que Dios ha puesto en nuestro camino. Yo soy para ellos camino. Ellos son para mí camino. Nos ayudamos a vivir.

¿A quién ayudo yo a caminar en la fe? ¿Quién me ayuda?

A veces parece como que los cristianos se salvan solos. Rezan solos. Caminan solos. No existe un cristiano solo. Siempre hay dos. Vamos como los peregrinos de Emaús buscándole sentido a la vida. Así es la Iglesia. Nos necesitamos para recorrer la jornada de un día.

El desierto es una imagen dura y sugerente al mismo tiempo. Cuarenta días de Cuaresma, la travesía del desierto, un tiempo de gracia y conversión. Atravesar el desierto supone salir de la tierra prometida para volver a entrar. Alejarnos para ver con más claridad.

El otro día leía en relación con San Juan Bautista: «Hay que marchar al desierto, fuera de la tierra prometida, para entrar de nuevo en ella como un pueblo convertido y perdonado por Dios.

Juan se siente llamado a invitar a todos a marchar al desierto para vivir una conversión radical, ser purificados en las aguas del Jordán y, una vez recibido el perdón, poder ingresar de nuevo en la tierra prometida para acoger la inminente llegada de Dios»[2]

Salir de la tierra prometida para poder ser perdonados. Salir para pedir perdón mirando nuestra debilidad con algo de distancia. Descentrarnos en la periferia, como decía el Papa Francisco, para ver con claridad:

«No mirar las cosas desde el centro porque el único centro es Jesucristo. Ayuda la mirada amplia y clara que se da sólo cuando no se miran las cosas desde el centro, sino desde las periferias».

Cuando nos alejamos del valle subiendo a la montaña se ve mejor nuestra vida tal como es. Es lo que pasa en Cuaresma. Salimos de nosotros mismos para ver mejor nuestra realidad.

Tomamos algo de distancia para valorar qué cosas están en su sitio y qué cosas hay que mejorar. Nos descalzamos para volver a entrar descalzos en la tierra prometida, en la presencia de Jesús. Hay que cambiar el corazón e iniciar un nuevo camino.

Me conmueve pensar en el desierto. No es precisamente un lugar apacible. Tiene calor y fríos extremos. Hay soledad y uno allí se encuentra consigo mismo.

Puede ser entonces que la Cuaresma tenga que ver con la verdad de mi vida. ¿Quién soy yo? Desde el exterior se ve algo mejor. Vivimos rodeados de tantos seguros y protecciones.

Nos da miedo confrontarnos con nuestra originalidad. Es como si no pudiéramos comprendernos sin todos los adornos que llenan nuestra coraza. Nos revestimos del mundo y nos alejamos de Dios.

Por eso ir al desierto es dejar todo lo que nos define para vivir desnudos delante de Dios. Es fuerte esa imagen de la desnudez. ¿Quién soy yo sin ropajes? ¿Y mis títulos y mi nombre?

El otro día una persona comentaba: «No importa lo que haces. Lo que importa es lo que eres». Es obvio, pero no lo vivimos.

Casi siempre vivimos impresionados por lo que el otro hace, por sus logros, por lo que tiene o muestra. Lo que es al natural, sin maquillaje, no nos llama tanto la atención.

Un rostro sin maquillaje no es el mismo, es vulgar. Una foto se puede hoy arreglar para que parezcamos mejor de lo que somos. Sin arrugas, mucho más jóvenes y guapos. Los adornos ayudan, arreglan, disimulan la verdad.

La sencillez de una vida como todas las demás, parece que no brilla, no hay color. ¿A lo mejor es que no brilla o que yo no sé ver su brillo oculto?

No somos lo que hacemos. Somos lo que somos en nuestro interior, nuestra verdad más honda. Es cierto que

lo que hacemos habla de lo que somos. Pero somos mucho más.

Nuestros actos dicen algo de mi verdad. Pero no toda. Al final, en el momento de la muerte, estaremos solos y desnudos ante Dios. Sin poder hacer más. Simplemente siendo quienes somos. Pobres, rotos, agotados.

Quiero despojarme de todo. De mi rango, de mi posición, de mi nombre, de mi historia. De todo. Sin nada que alegar para defender mi causa. Sin nada que justifique mi vida. Así, vacío.

La pobreza tan absoluta del desierto me asusta siempre. No estamos acostumbramos a la desnudez. El pudor nos cubre y protege. No queremos aparecer en nuestra verdad ante todo el mundo.

Que los demás sepan cómo somos es demasiado violento e incómodo. Nos sentiríamos juzgados porque ya nosotros nos hemos juzgado antes y no nos hemos encontrado aceptables.

Unos ropajes lo pueden cambiar todo. Al menos por un tiempo lo mejoran. O una imagen en la red social en la que aparezco mejor de lo que soy. Para que sepan quién soy. Por las fotos que reflejan mi vida.

Soy mis fotos. Soy mis actos. Soy los amigos que me siguen. Soy mis éxitos y glorias. Es verdad. Soy todo eso. Pero también soy mis defectos, mis límites, mi enfermedad, mis caídas, mi soledad, mi amargura, mi tentación, mis rarezas.

Soy todo a la vez. Un poco de cada. Dios me lleva al desierto para vaciarme. ¿De qué me tengo que vaciar para que pueda mirarme en mi verdad?

La Cuaresma nos lleva al desierto. Y allí nos lleva a desprendernos de lo que nos sobra. 

Decía el Padre José Kentenich: «Debo desprenderme del mundo. Si no he alcanzado ese desprendimiento en forma permanente, el corazón siempre me dirá lo que se halla en él, lo mundano y lo no divino»[3]

¡Cuánto cuesta cortar con lo que nos alegra, con lo que nos da vida, con lo que nos entretiene! ¿Por qué Dios va a querer que cortemos con el mundo que Él mismo ha creado?

No creo que tengamos que cortar con todo. No es así. Pero sí es verdad que muchas veces vivimos limitados, atados, porque el mundo nos pesa. Perdemos libertad interior para darnos, para amar más, para tener tiempo para otros.

Llevamos el mundo atado al alma y no nos deja crecer. Vivimos desparramados en los hombres, volcados en la vida, sin interioridad, sin silencio, sin paz, corriendo de un lado a otro.

Nos atamos con todas las fibras de nuestro ser a lo que nos gusta, a lo que necesitamos y puede ser que esa atadura nos limite para correr hacia Dios.

La idea no es cortar por cortar. Se trata de mirar nuestra vida con sinceridad y preguntarnos: ¿Dónde estoy atado? ¿Qué me impide correr?

Si vemos que hay cosas que nos atan y nos quitan el tiempo para los nuestros, para nuestra misión, para la vocación que Dios nos ha dado, entonces tendremos que cortar.

No rechazamos el mundo, lo amamos. Pero sí renunciamos a todo aquello que no nos deja avanzar, madurar y ser más santos. Si vemos áreas en las que estamos débiles y somos esclavos, entonces sí tendremos que cortar y romper. Renunciar y sacrificarnos.

Nos duele tener que sacrificarnos cuando nos lo pide la Iglesia. No hay carne que más apetezca que la de un viernes de Cuaresma. Cuando tenemos que ayunar de comida todo nos atrae más. En general siempre nos cuesta el sacrificio.

Renuncia, sacrificio, ayuno, silencio, son palabras que suenan duras, frías, grises como esa ceniza de un miércoles que nos ponen en la cabeza el primer día de la Cuaresma. Nos la ponen para recordarnos que somos pobres, pequeños, débiles, pecadores.

Nos ayuda a volver el rostro hacia Dios. A pedirle que nos cuide y levante. Que nos abrace lleno de misericordia. 

Hoy nos preguntamos dónde tenemos que cortar, dónde quiere Jesús que seamos más libres, más suyos, más de aquellos a los que amamos.

Estamos tan apegados a nosotros mismos, a nuestros planes y deseos, que no somos libres para amar, para vivir, para darnos. La Cuaresma nos invita al desasimiento. Queremos descentrarnos y centrarnos sólo en Cristo, aunque eso nos parezca totalmente imposible.

Quisiera rezar como hace esta persona:«Querido Jesús, creo en ti y confío en ti. Quiero liberarme de mis miedos, mis cadenas y ataduras que me hacen vivir insegura y aferrada a mis planes. Quiero y anhelo vivir la santa indiferencia. Quiero que hagas de mí un instrumento según tu voluntad.

Te pido que me des la gracia de desear lo que temo, para así ser libre y poder entregarme por entero a ti. Jesús, ayúdame a no pedir ‘no sufrir’, sino a pedir ‘saber sufrir’ según tu voluntad». 

¡Qué difícil desasirnos de nuestros deseos! No queremos sufrir. No queremos la cruz. Ponemos nuestro yo en un primer plano. Nosotros estamos en el centro. Soñamos con la vida, con la paz, con la liberación total.

Hoy miramos a María. Ella fue la mujer totalmente dueña de sí, libre, entregada por entero a Dios, desasida de su yo. En ella no hay división ni ruptura. Es armonía. Es la mujer íntegra. Sus deseos se unen a los de Dios. No hay ruptura. Se hacen uno.

En Ella reina Dios, no su yo, no su egoísmo. No desea sufrir. Es humana. Desea amar y ser amada. Como todos nosotros. Pero en Ella es Dios el que tiene morada. En Ella Dios decide y ama.

En Ella Dios se da a los hombres en su entrega generosa y silenciosa. En su sí constante y fiel: «Hágase en mí según tu Palabra». Ojalá la Cuaresma cambiara nuestro corazón. Miramos a María. Todos necesitamos la conversión.

Nuestro corazón se ha endurecido. Escuchamos: «Convertíos y creed en el Evangelio». Necesitamos que estos días de Cuaresma nos cambien el corazón. La ceniza nos recordó. Necesitamos que Dios nos coloque en nuestro lugar.

Sentimos la misma impotencia que Él vivió en el desierto. La impotencia de un amor que quiere entregar la vida. Queremos que Dios reine en nosotros. Porque sólo así aprenderemos a sufrir con Él, a vivir con Él, a morir con Él.

Necesitamos un agua pura que calme la sed de nuestro desierto, que nos llene el corazón herido y lleno de nostalgias. Necesitamos vivir cerca de Jesús en el desierto, para ser fuertes en la tentación, para confiar en que Él va a estar con nosotros todos los días de nuestra vida.


[1] J. Kentenich, Terciado 1952
[2] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[3] J. Kentenich, Hacia la cima
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