Una cooperativa de viviendas que consiguió dignificar la vida de vecinos hacinados en cuevas y chabolas
La Junta Municipal de Vallecas ha inaugurado una plaza dedicada a D. José Luis Saura, párroco de San Alberto Magno e impulsor, en los años 70, de una cooperativa de viviendas que consiguió dignificar la vida de vecinos hacinados en cuevas y chabolas.
Por iniciativa popular de vecinos, comerciantes, colegios, entidades juveniles, y otras asociaciones de representación social, la Junta Municipal de Puente Vallecas (Madrid), le ha dedicado una plaza a D. José Luis Saura, un sacerdote aragonés que fue párroco de esa zona en los años 70 y que falleció en diciembre de 2013.
Hace ahora 45 años, el Cerro de Pío Felipe era un barrio difícil, construido casi sobre los pilares de la precariedad, y desde la parroquia, D. José Luis supo ayudar a sus vecinos fomentando la iniciativa para combatir la injusticia y sobrevivir con dignidad.
Para muchos, D. José Luis fue el cura de los sin techo. Como había aprendido de las páginas prácticas de la Doctrina Social de la Iglesia y de las enseñanzas de san Josemaría, le interesaban las personas, y por eso decidió implicarse hasta el final en las batallas sociales que, por entonces, deshumanizaban la vida de demasiada gente del bario.
De aquél interés por las necesidades de los que consideraba vecinos y parroquianos, nació bajo su impulso la Cooperativa Nuestra Señora del Cerro, que puso en marcha 1.189 pisos para familias que vivían en cuevas, chabolas y casas bajas.
Historia de un desalojo
La preocupación por la vivienda digna y por atajar las injusticias sociales con personas sin recursos se manifiesta, de manera particular, en esta historia que cuenta José Miguel Cejas, aludiendo también a lo recogido en Entre chabolas. Inicios del colegio Tajamar en Vallecas, escrito por Jesús Carnicero en 2011.
Recuerda Rodrigo Fernández, capellán de Tajamar:
"Yo me ocupaba, junto con otro sacerdote, José Luis Saura, de la atención espiritual de los alumnos y de sus familias. Ahora esta zona se ha transformado tanto que resulta difícil imaginarse cómo era entonces. La mayoría de aquella gente vivía en chabolas o en cuevas, sin luz, entre vertederos de basuras, en situaciones infrahumanas y en construcciones hechas al margen de la legalidad.
Recuerdo que un día de octubre de 1966, cuando salía por la mañana, me encontré en la puerta de Tajamar con unas señoras llorando: ¡Venga usted, don Rodrigo, que han venido unos guardias y nos están echando las chabolas abajo! Bajé hasta el poblado que estaba junto al colegio y vi que habían derribado cinco o seis. Se veían los muebles y las ropas desperdigadas por el suelo. Una mujer embarazada, a la que habían derribado su casa, estaba sentada en una silla, llorando frente a los escombros. Fui a hablar con el teniente que dirigía la operación y le pregunté por qué hacían aquello.
-¿Cree usted que esto es plato de gusto? -me dijo, enseñándome la orden de derribo, que procedía de la Dirección General de la Vivienda. Avisé al director del colegio, Bernardo Perea; dejaron de tirar las chabolas y nos fuimos al centro de Madrid. Estuvimos todo el día haciendo gestiones, de ministerio en ministerio, sin lograr nada. Hablamos con el coronel que había firmado la orden de derribo y le explicamos la situación dramática de aquellas familias. Estuvo muy correcto, pero no ofreció soluciones.
De vuelta a Tajamar, vimos que había que detener aquel derribo, no sólo porque allí vivían nuestros vecinos y muchos de nuestros alumnos, sino porque era una injusticia que dejaran a esas personas en la calle, sin otra alternativa.
Bernardo Perea les ofreció a las familias que se habían quedado sin hogar unas clases para que pasaran la noche, si no encontraban otro lugar para cobijarse.