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Éxito y fracaso, esos dos impostores

Sant’Ignazio punti deboli – es

© Flickr/Tax Credits/Creative Commons

Carlos Padilla Esteban - publicado el 17/02/15

​Lo más verdadero que hay en mí no tiene que ver con ganar o perder, sino con amar

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Con frecuencia deseamos que se realicen las obras de Dios. Creemos que somos importantes, instrumentos aptos y pensamos que sin nosotros no será posible llevarlas a cabo. Son proyectos buenos, santos.

Me conmueve, porque yo mismo caigo a veces en la misma tentación. Tengo mis proyectos y me siento importante.

Decía el cardenal Fco. Xavier Nguyen van Thuan cuando fue detenido: «Muchas veces fui tentado, atormentado por el hecho de que tenía 48 años, edad de la madurez; había trabajado ocho años como obispo, habiendo adquirido mucha experiencia pastoral, ¡y ahora me encontraba aislado, inactivo, separado de mi pueblo, a 1,700 km de distancia!

Una noche, desde el fondo de mi corazón, oí una voz que me sugería: – ¿Por qué te atormentas así? Tienes que distinguir entre Dios y las obras de Dios. Todo lo que has realizado y deseas continuar haciendo: visitas pastorales, formación de seminaristas, religiosos, religiosas, laicos, jóvenes, construcción de escuelas, de hogares para estudiantes, misiones para evangelización de los no cristianos… todo esto es una obra excelente, ¡son obras de Dios, pero no son Dios!

Si Dios quiere que abandones todas estas obras, poniéndolas en sus manos hazlo pronto y ten confianza en Él. Dios lo hará infinitamente mejor que tú; confiará sus obras a otros que son mucho más capaces que tú. Tú has elegido sólo a Dios, no sus obras».

Me gustan esas palabras que me ponen de nuevo en mi lugar. Son obras de Dios muchas de las que hago. Pero muchas veces creo que son más mis obras. Yo me empeño en ellas, en que salgan adelante. Sufro por ellas, me consumo por ellas.

Y se me olvida que yo sigo a Dios. No tanto sus obras. Muchas desaparecerán con los años. Importa poco. A Dios le importa mi vida, mi entrega, mi amor. Sufre por mí, mucho menos por mis obras. Eso me da mucha paz.

En mí se confunden muchas veces el querer y el hacer. Y me pongo en primer plano. Y relego a Dios. Y no le digo: si quieres, puedes. No. Pienso más en mi poder: si quiero, puedo. Y me afano torpemente.

En Jesús no existía la confusión que hay en mí. En Él estaba claro. Su querer y el de su Padre eran un solo querer. No tenía la tentación de pensar en sus obras.

La verdad es que muchas de sus obras fueron un gran fracaso. Esa comunidad de discípulos no se mantuvo firme en la tormenta. Muchos de aquellos a los que había formado y cuidado, le dejaron solo en el último momento.

No logró entregar toda la paz que había en su corazón. No curó a todos los enfermos que encontró en su camino. No logró que la fe de los suyos fuera más fuerte. No consiguió que los fariseos y escribas creyeran en ese camino que labró con su vida. Fracasos muy humanos.

¿Temería Jesús que ninguno de esos anhelos se hiciera realidad? Jesús era hombre. Le daría miedo dejar a los que había amado tanto. Le asustaría perder la vida y no ser más para ellos un padre y un hermano.

Claro que tendría ese mismo temor que nosotros tememos. Pero no fue miedoso. No guardó su vida.

Hay un poema de Rudyard Kiplin que me gusta mucho, y habla de la libertad de espíritu con que uno tiene que vivir el éxito y el fracaso.

Este tiempo primero en Galilea es quizás la época de éxito humano de Jesús, aunque ya hay algunos que le tienen envidia, otros que no lo conocen, que sólo lo buscan por lo que les pueda dar:

«Si puedes soñar y no hacer, de tu sueño, tu dueño; pensar, y no hacer de tu pensamiento, tu fin. Si al encontrar el triunfo o el desastre, puedes tratar igualmente a esos dos impostores. Entonces serás hombre, hijo mío».

Jesús vive con alegría ese tiempo, con libertad de corazón. Aceptando que lo sigan, que lo invadan, que tenga que apartarse para buscar un poco de intimidad y aún así lo descubran.

Me admira esa actitud de Él, de vivir ese momento con la misma paz con que vivirá cuando esté solo y todos le huyan. Vive con paz el éxito y el fracaso. Le pido que me enseñe a vivir el éxito y el fracaso con su misma sencillez. Sabiendo que no valgo más cuando me reconocen, ni menos cuando me critican y estoy solo.

Él sostiene mi vida, sabe quién soy en lo más hondo. En Él descansa mi vida. Lo más verdadero que hay en mí no tiene que ver con ganar o perder, sino con amar, con desgastarme como Él por los caminos. Tomado de su mano.

Dios caminando en la tierra, dejándose su corazón humano en cada persona. Así quiero vivir yo. 

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