Instituto Filosófico Hermético, del que apenas sabemos nada porque hace honor a su nombre. En cualquier caso, todo esto es ajeno por completo al cristianismo, e incompatible con él, pues un principio indiscutible del mismo es que va dirigido a todos por igual y no a minorías selectas.
Otras veces el carácter secreto de una organización puede venir determinado por un escenario de persecución religiosa. Ciertamente, en estos casos se prefiere el término “clandestino” al de “secreto”, pero no hay mucha diferencia de contenido entre ambos, salvo quizás el pensar que el primero se utiliza como una situación provisional –se desea que llegue el momento de poder pasar de lo clandestino a lo abierto- y el segundo no.
Estas situaciones justifican bastantes secretos, pero de todas formas el presente artículo se refiere a las situaciones que podríamos calificar de normalidad, no a las extraordinarias como las originadas por la persecución, en las que es necesario esconderse para sobrevivir.
Nos ceñimos ahora a la Iglesia Católica, y en un escenario de libertad religiosa. ¿Cómo contempla la existencia de asociaciones secretas en su seno? Para responder, es necesario acudir a la distinción –por grados de secretismo – que se hacía al principio de estas líneas. Podríamos aventurar que la Iglesia tolera las del primer tipo y rechaza las de los otros dos, especialmente las del tercer tipo.
Hay quien piensa, dentro de la Iglesia, que su testimonio cristiano será más eficaz y por tanto su apostolado más fructífero si se desconoce su pertenencia a una institución determinada. Y si es la institución misma quien así lo piensa, puede exigir esa reserva a sus miembros, incluso de forma estatutaria.
Quien escribe estas líneas no comparte este modo de ver las cosas, pero reconoce a la vez que no es ilegítimo pensar así, y la Iglesia lo tolera, aunque, como es sabido, tolerar no significa querer. No es algo frecuente, pero ha sucedido, por ejemplo, con algún Instituto secular. Sinceramente creo que ese secretismo transmite una mentalidad no ya de estar en el mundo, sino de “infiltrarse” en el mundo, lo cual no me parece un buen comienzo. Pero, en fin, están en su derecho de pensar y obrar así.
Ahora bien, en el ámbito de la Iglesia católica, este es el límite del secreto de una asociación, o de cualquier institución. No es que haya una prohibición expresa, sino más bien que el Derecho de la Iglesia no deja cabida alguna para una asociación secreta.
Para las asociaciones de fieles privadas, exige aprobación (cuando son públicas la jerarquía misma las erige) de las mismas, que según los casos –el ámbito- es diocesana o pontificia, y exige que sus estatutos sean asimismo aprobados. O sea, que hay publicidad tanto de su existencia como de su actividad y régimen. Quedan además bajo la alta dirección de la jerarquía eclesiástica. (“Alta dirección” es un término jurídico que indica una tutela sin inmiscuirse ordinariamente en su funcionamiento).
Se podría objetar que una cosa es el Derecho y otra distinta los hechos. Podría ocurrir que una asociación afirme en sus estatutos dedicarse a una cosa, y en la realidad dedicarse a otra. Podría ocurrir que una institución funcionara en círculos concéntricos, en la que los estatutos reconocidos correspondieran al círculo exterior, mientras que los círculos interiores escaparan a esa configuración.
Podría ocurrir…; la inventiva humana tiene pocos límites. La verdad es que este tipo de cosas son raras dentro de la Iglesia. Para encontrarlas, donde habría que buscar es en unas cuantas sectas o en la masonería. Pero no se excluye que pueda suceder, y en ese caso habría que decir que no es un comportamiento adecuado, sino una variedad –rara, frente a otras más frecuentes- de algo que nos debe resultar muy familiar: que debemos comportarnos bien, y no siempre lo hacemos. En un caso así, se podría denunciar la situación a la jerarquía, aunque creo que vale la pena hacerlo solamente en caso de comportamientos verdaderamente inadecuados, por no decir inmorales.