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Cómo no centrarse en uno mismo cuando se está enfermo o débil

Doctor calming a young patient before MRI scan in radiology – es

© Robert Kneschke/SHUTTERSTOCK

Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/02/15

Lo que sana es el amor incondicional, que me deje amar

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Muchas veces no somos sembradores de paz.

Una persona decía: «Me gustaría saber el porqué de tantas cosas y descubrir lo esencial del amor que vivo y entrego. Me gustaría levantar torpemente la esperanza, como una tea encendida que alumbre a todo el mundo. Me gustaría ser un señalizador del camino y un caminante. Un soñador y un realizador de sueños. Un aventurero y un hombre de raíces.

Me gustaría tener hogar sin dejar de hollar los caminos. Aventurarme en el mar sin perder de vista la orilla. Confiar sin miedo y aprender a acariciar el miedo en mis entrañas. Me gustaría vivir y dormir, soñar y tocar. Así es la vida, así los sueños. Camino y sonrío apurando el viento. Abrazo la vida que se me regala como un don, y yo a veces la trato con exigencias». 

Pero muchas veces no vivimos así. Respondemos con rabia a la rabia. Y con gritos a los gritos. Con violencia a los insultos y ofensas. Ante la difamación no nos callamos. Metidos en una guerra, no pacificamos.

Quisiera llegar a ser mártir en el amor. A veces me parece imposible. Mártir es el que pone a otro antes que a sí mismo. El que mantiene su creencia aunque esa fidelidad le traiga complicaciones. El mártir sabe para quién vive y por quién merece la pena dar la vida.

Tantas veces se me llena la boca de promesas y luego no soy capaz de entregarme por entero. Hace falta tener a Dios muy dentro. Le pedimos a Dios que obre milagros en nuestro corazón y nos lo cambie.

Decía el P. Kentenich: «El Espíritu Santo, por medio de sus dones, desea llevar al amor hacia su más alta perfección, haciéndolo fructificar en un alto espíritu de apóstoles y mártires»[1]Tener espíritu de apóstoles y de mártires, para no poner freno a la entrega, para no dar paso a la pereza y al egoísmo. Para entregar la vida sin miedo.

Me gusta un crucifijo en el que Jesús tiene el brazo derecho desclavado y tendido hacia los hombres. Sí, me impresiona que, a punto de entregar la vida, pueda pensar en socorrer a aquellos que toleran su dolor.

Parece indefenso e impotente, casi muerto, y su brazo tendido hacia nosotros, tiene esa fuerza que desconcierta. ¿De dónde saca la fuerza? Definitivamente me gusta ese gesto de amor a punto de dar la vida. No puede salvarse a sí mismo y pretende salvarme a mí. Casi cuesta creerle.

En realidad no me promete esa salvación que yo pretendo. No me asegura, al tenderme el brazo, que viviré feliz muchos años más aquí en la tierra. ¿Qué me puede ofrecer un moribundo? Tal vez quiera que suba yo con Él hasta el madero.

Me cuesta pensar en el dolor. Lo temo. El otro día leía: «Reaccionar ante el dolor con animadversión es la manera de convertirlo en sufrimiento. Sonreír ante él, en cambio, es la forma de neutralizar su veneno.

 Nadie va a discutir que el dolor resulta desagradable, pero aceptar lo desagradable y entregarse a ello sin resistencia es el modo para que resulte menos desagradable. Lo que nos hace sufrir son nuestras resistencias a la realidad»[2].

Yo no sé si soy capaz de sonreír o tengo demasiadas resistencias a la realidad. Pero seguro que Jesús me mira conmovido desde su cruz, desde mi cruz. Él no niega la realidad y me tiende su brazo, para que yo no me resista.

Tal vez sólo pretende que me una a Él en esa vida que se desangra por los hombres. Su brazo tendido es entonces una invitación a estar con Él, en su cruz, a su lado. Es la misma invitación que les hizo a los discípulos en la orilla de un lago. Les invitó a compartir su vida. Su vida y también su muerte.

Su brazo tendido es un último intento por captar nuestro corazón y nuestra mirada. Es el gesto más bello del amor. 
No es que Jesús necesite a nadie en su cruz. Pero sabe que yo sí le necesito a Él en mi cruz.

No es que quiera salvarse con nuestra ayuda imprescindible. Curiosamente yo soy el que me salvo por su amor sangrante. Es la paradoja del amor de Jesús. Un moribundo logra darme la vida. Me conmueve ese brazo desprendido y tendido hacia mí. Una mano desclavada.

Tal vez señala con él mi vida y me muestra el camino. Tal vez quiere tocarme, como los enfermos en la vida de Jesús querían tocar, aunque sólo fuera, un poco del manto de Jesús. Él quiere tocarme a mí. Y yo no puedo salvarle. Quiere tocarme no para salvarse Él, sino para salvarme a mí.

¡Él sabe cuánto sufro! Le necesito a Él en mi cruz. No puedo tolerar el dolor. Necesito que me calme en mi enfermedad. Necesitaría que me liberara de tanto dolor. En realidad no estamos hechos para sufrir. Y sabemos que el sufrimiento nos acompañará toda la vida.

Como decía el Padre Kentenich: «No quiero el sufrimiento por el sufrimiento mismo. ¿Qué es lo que quiero? Estar enteramente entregado a Dios»[3]En el sufrimiento sólo queremos ser salvados. No lo queremos, no lo pedimos. Pero aceptamos con una sonrisa ese dolor que no buscamos.

El brazo tendido hacia mí parece ser un consuelo. Me consuela su mirada y su amor. No quiero sufrir. Pero le pido a Dios que me libere de mis miedos. Es el único camino. Sentir como sintió Él. Subirme a su cruz. Encontrar la paz en la realidad de mi vida.

Es esa una evidencia en mi vida. No puedo sanar si Él no me sana. Lo necesito a Él. Necesito ese amor suyo incondicional que se derrama, que me tiende su brazo en mi dolor.

Una persona rezaba: «Me ayuda a saber que me quieres por mi existir, más allá del servicio que pueda dar. Me quieres porque sí, sin necesidad de ningún motivo, sin necesidad de que te demuestre mi amor. Sin necesidad de que sea fecunda, sin necesidad de que acoja siempre a todos. Sin necesidad de una misión, que no sea tu misión. Sin necesidad de que viva con alegría el dolor, aunque intentaré hacerlo, porque te quiero».

Lo que sana es el amor incondicional, que no depende de mi respuesta, que siempre se tiende en un brazo desclavado queriendo que me conmueva, que me deje amar.

A veces, el enfermo puede tender a cerrarse en su dolor, a aislarse en su sufrimiento, a no querer recibir amor, como si no necesitara a nadie. Como si no hubiera nada más en su vida que pudiera darle sentido a tanto sufrimiento. El enfermo vive entonces una vida de enfermo, replegado sobre sí mismo.

El otro día leía: «No se puede pedir fortaleza al enfermo, más bien hay que darle razones para que la tenga»[4]. Hace de su dolor el sentido de su vida y se cierra en su carne. El brazo tendido de Jesús desde la cruz quiere abrirnos. No sólo para hacernos capaces de recibir amor. Sino para hacernos capaces de amar más, de salir de nosotros mismos.

Porque tendemos a cerrarnos, actuando como si el dolor sufrido justificase la indiferencia ante otros dolores, ante otras enfermedades.

El gesto de Jesús me parece maravilloso. Cuando sufro tiendo a encerrarme en mi carne enferma y me cuesta ver que hay vida más allá de mi angustia. Siempre pienso que mi dedo, pequeño y frágil, puesto delante de mis ojos, es mucho más grande que la torre que veo en la distancia.

Mi dolor más insufrible que muchos dolores injustos que hay en el mundo. Nadie sufre tanto como yo, porque soy yo el que sufre. Nadie puede juzgar la hondura de mi herida, ni la profundidad de mi angustia. Mi dolor, visto desde mí mismo, es el más grande.

Es lo que le pasa a muchos enfermos que no son capaces de vencer el dolor que les vuelve egoístas
. Sólo piensan en no tener dolor, como escuchaba hace poco: «Para mucha gente la felicidad es la ausencia de sufrimiento y dolor».

La enfermedad nos cierra sobre nosotros mismos, nos hace autorreferentes, nos quita la perspectiva de la felicidad. Soñamos con no tener dolor, con estar sanos.

Me gusta ese crucifijo con un brazo desclavado. Un Cristo que se muere y es capaz de salir a buscarme. Pretende abrazarme a mí que no estoy muriendo. Pretende decirme que la cruz es el camino de mi propia salvación, y que mejor no la niegue si quiero tener la vida eterna.

Me deja tocar su manto ensangrentado. Me anima a tocar esa carne de la que huyo, esos clavos que me hieren, esa herida que me recuerda que yo también estoy herido.

Su brazo tendido hacia mí me quiere hacer comprender que en mi dolor está el camino de la vida. En esa herida abierta de la que brota un agua nueva. Esa herida que escondo y rechazo. No quiero dudar. Quiero asirme a ese brazo tendido.

Ojalá supiera yo tender un brazo al que lo necesita. No importa si estoy yo sano o enfermo. En cualquier caso va a ser necesario que sea capaz de soltar uno de mis brazos. Desclavarlo de los clavos que lo esclavizan y atan. Egoísmos, pereza, desidia.

Dejarlo todo para amar, para mostrar el camino de la vida. Sí, me gusta ese Cristo desclavado porque me anima a vivir la vida de forma diferente.

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