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¿Por que la Virgen María enfurece a algunas feministas?

Marche pour l’égalité

© Solange PARADIS/CIRIC

16 décembre 2012: "Marche pour l'Egalité" défendant le mariage pour tous et l'homoparentalité avec la participation des féministes aux seins nus de FEMEN, Paris (75), France. December 16, 2012: "March for Equality" to support same-sex marriage and homoparentality with the participation of the bare-breasted feminists from FEMEN, Paris (75), France.

P.. Robert McTeigue, SJ - publicado el 13/02/15

No todo modelo de femineidad lleva a la felicidad

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¿Por qué tantas mujeres de hoy parecen infelices? En las varias veces que me preguntan esto, yo opino que tal vez ellas no hayan encontrado respuestas adecuadas a la pregunta ¿»qué es lo que quieren las mujeres?» o a otra pregunta más importante aún: «¿qué es lo que las mujeres necesitan?».

Yo considero que la respuesta vívida y fulgurante a estas preguntas está en María, Virgen y Madre.

Esta sugerencia habría sido normal en algunas generaciones atrás, pero hoy es problemática incluso dentro de algunos círculos católicos, además de vastamente despreciada por grandes segmentos del feminismo laicista.

El principal punto de discordia son los títulos tradicionales de María como Virgen y Madre.

La virginidad, como virtud laudable e incluso como ideal, enfrenta tiempos difíciles, incluso en ambientes «católicos». ¿Por qué?

Seamos francos: en el mundo occidental contemporáneo, todos nosotros fuimos sumergidos, a lo largo de los últimos cincuenta años, en la cultura del “todo el mundo lo hace” (en referencia, en este caso, al sexo fuera del matrimonio).

Así, decir que María, como Virgen, es un modelo sublime para restaurar la felicidad que Dios quiere para las mujeres es algo difícil de vender en estos círculos. Pero no imposible.

Hace algunos años, Sarah Hinlicky escribió un ensayo fascinante y sabio titulado Virginidad subversiva (algún tiempo después, aún escribiría otro bonito ensayo sobre la virginidad masculina).

En su texto, resume la visión de ese feminismo laicista sobre la sexualidad, según la cual la sexualidad debe ser entendida mediante los conceptos-hermanos de “poder” y “elección”.

No es una cuestión banalmente biológica de engendrar hijos, ni una noción más elevada de crear intimidad y confianza. A veces, parece que el sexo ni siquiera necesita ser placentero.

El objetivo de la sexualidad femenina sería afirmar su poder sobre los hombres infelices, para fines de control, venganza, placer egocéntrico o imposición de un compromiso.

La mujer que deja de expresarse en su actividad sexual se volvería víctima de una sociedad machista, que pretendería, a su vez, impedir a las mujeres ser poderosas.

Por otro lado, dicen también estas feministas, la mujer que se vuelve sexualmente activa descubre su poder sobre los hombres y, supuestamente, lo ejerce para su valoración personal.

Dicho de otra forma, la expresión sexual femenina sería un acto de poder personal y político. La virginidad, según este punto de vista, sería un fracaso irresponsable en el ejercicio de ese poder.

La respuesta de Hinlicky a esta afirmación es incisiva:

Nadie puede reivindicar el control sobre una virgen. La virginidad no es una cuestión de demostrar poder con el fin de manipular. Es un rechazo a explorar y ser explorada. Este es el poder real y responsable.

Hay un llamamiento innegable en la virginidad, algo que escapa al despreciativo rótulo de «hipócrita» impuesto por el feminismo resentido. Una mujer virgen es un objeto de deseo inalcanzable y es precisamente esa inalcanzabilidad la que aumenta su deseabilidad.

El feminismo contó una mentira en defesa de su propia promiscuidad, o sea, la de que no hay poder sexual en la virginidad. Al contrario: la sexualidad virgen tiene un poder extraordinario y poco común.

No hay que adivinar nada en los motivos de una virgen: su fuerza viene de una fuente que está más allá de sus caprichos transitorios. Es sexualidad dedicada a la esperanza, al futuro, al amor marital, a los hijos y a Dios.

Su virginidad es, al mismo tempo, una declaración de su madura independencia de los hombres. Ella permite que una mujer se vuelva una persona entera en su propio derecho, sin necesitar un hombre contra el que rebelarse o que complete lo que le falta.

Es realmente muy sencillo: no importa lo maravilloso, encantador, guapo, inteligente, atento, rico o persuasivo que sea; él simplemente no puede tenerla. La virgen está fuera de su alcance.

Hinlicky deja claro que la virgen no es la tonta de nadie, el juguete de nadie ni la posesión de nadie. Ella está segura en su identidad e integridad. Por encima de todo, ella tiene el poder genuino y la libertad indiscutible de declarar «sí» o «no».

María Virgen es el ejemplo de esa libertad. Su «sí» a la invitación divina, su «hágase » a la llamada del Espíritu Santo, es la ilustración más sublime y más viva de la libertad de la virgen. El “sí” de ella es libre, poderoso e inconmensurable.

Una libertad de esa para responder a la llamada de Dios es incomparablemente mayor que el salto impensado dentro de la ola del «todo el mundo lo hace».

El «sí» dicho al ángel Gabriel por la Virgen María es el modelo de la libertad interior necesario para dar un “sí” completo y genuino a la Divina Providencia.

El “sí” a Dios, que sólo puede fluir de esa libertad interior, característica de la Virgen que es dueña de sí, es un elemento esencial en la restauración de la felicidad que Dios quiere para las mujeres. La libertad virginal de María, su independencia de caprichos y tendencias, le permitió volverse fecunda de manera única como Madre.

La maternidad, por otro lado, es otro tesoro difícil de vender en nuestros días, como recuerda Jonathan Last en su perturbador libro What to Expect When No One’s Expecting [“Qué esperar cuando nadie espera”]. En la mayoría de los ambientes que se dicen católicos, no se oye hablar de «paternidad/maternidad generosa» o «heroica».

En la mayoría de los programas diocesanos de preparación matrimonial que yo conozco, hay poca o ninguna discusión sobre las «graves razones» que justifican el espaciamiento entre el nacimiento de los hijos o la decisión de no tener más por medio de la planificación familiar natural.

Muchas investigaciones indican que muchos católicos utilizan la contracepción y el aborto tanto como los no católicos.

La fertilidad en general, y la femenina en particular, es tratada como una especie de enfermedad, o, por lo menos, como una condición lamentable a ser evitada y, no es raro, incluso “eliminada” definitivamente.

Esto no debería sorprendernos. Una cultura que no valora la libertad interior de la virginidad no tiene grandes probabilidades de honrar la generosidad pródiga que es necesaria para la maternidad fecunda.

Al rechazar tanto la virginidad como la maternidad, se rechaza el carisma profundo y vívido de la mujer, que es la capacidad de la autodonación, el genio femenino del «don de sí» que san Juan Pablo II exaltó en su encíclica Mulieris Dignitatem.

Cuando se rechaza a María como el icono de la Virgen y como el icono de la Madre, ¿será una sorpresa que nuestra cultura esté tan llena de mujeres infelices?

La restauración de la felicidad destinada por Dios a las mujeres sólo puede ser encontrada en María.

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