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¿Hay que obligar a los hijos a ir a misa?

Henry Vargas Holguín - publicado el 05/02/15

Los padres deben educar a los hijos en la libertad verdadera, no en el “porque sí”
Los padres quieren lo mejor para sus hijos y esto incluye educarles para la libertad, ayudarles a ser capaces de vivir "desde su interior", con sentido. No se trata de que hagan en cada instante lo que se les ocurra, sino de hacer realidad en su vida lo que libremente han elegido.

Cuando un hijo les dice a sus padres que no quiere ir a misa, hay que tener en cuenta varios factores: su edad, las razones que le llevan a expresarse así, si se trata de una situación circunstancial o un problema importante,…

En caso de tratarse de un hijo pequeño, el padre y la madre deben introducir al niño en aquella vida que desean transmitirle con arreglo a su edad.

En el caso de los católicos, esto incluye acompañarlo a misa y tratar de mostrarle la grandeza de ese misterio que vive conjuntamente la familia, de la misma manera que le "obligan" a ir al colegio o a visitar a los abuelos aunque a veces pueda no apetecerle al pequeño. 

El hecho de que el hijo muestre su oposición a asistir a misa puede servir para que los padres se planteen si están viviendo con plenitud su identidad y su unión con Cristo y si están transmitiendo la fe a sus hijos de manera eficaz, lo cual es una obligación derivada de su matrimonio católico. Quizás suponga una oportunidad de reavivar su fe…

Por otra parte, cuando el hijo va avanzando en edad, es necesario que vaya haciendo propio todo aquello que le han transmitido de pequeño, lo cual a veces conlleva pequeñas o grandes crisis.

En este camino, el respeto a la libertad debe ser proporcionado a los años y madurez del hijo, y estar acompañado de una preocupación personal por el hijo acorde con la responsabilidad como padres, pero que puede darse de muy diversas formas, no siempre manifiestas.

Por ejemplo, unos padres a los que su hijo mayor de edad no quiera acompañar a misa los domingos pueden intensificar su oración por él y su acompañamiento paciente y ofrecer también el sufrimiento que les ocasiona esa actitud de su hijo y esforzarse por vivir ellos mejor la misa. Quizás eso sea más formativo y eficaz a largo plazo que una respuesta coercitiva.

Sacrificio y amor

Dice la Madre Teresa de Calcuta: “Estamos en una cultura en que el amor se identifica generalmente con los sentimientos más que con un acto de voluntad, con el placer más que con el sacrificio”. ¿Qué nos quiere mostrar? Que el amor auténtico se identifica con un acto de la voluntad y con el sacrificio. Amar implica pues un movimiento personal que arranca del querer y se hace realidad en el sacrificio.
 
Es decir el amor ‘obliga’ a algo. Pero no es una obligación inconsciente, sin contenido, ciega o realizada de mala gana. Es una obligación consciente, consecuente, connatural, espontánea y realizada con gusto.
 
Lastimosamente la palabra ‘obligación’ no se ve con buenos ojos pues erróneamente tiene una connotación algo negativa. ¿Por qué? Porque esta palabra implícitamente exige esfuerzo, sacrificio.
 
Una cosa es cierta: lo que cuesta es lo que vale, lo que cuesta edifica, lo que cuesta da buenos frutos.
 
Negarse a uno mismo y cargar la cruz (Mt 16,24) nos identifica como cristianos, nos permite seguir a Cristo donde está. ¿Dónde? A la derecha del Padre.
 
Si queremos seguir a Jesús nos obligamos a negar nuestro punto de vista, nos obligamos a cargar la cruz. Pero esto lo hacemos por amor a Él, a nosotros y a los demás.
 
Sin cruz no hay amor. Si creemos, estamos obligados a ser consecuentes toda la vida; en caso contrario nunca creímos.

Una persona por amor se obliga a hacer varias cosas que sin amor no haría; ejemplos sobran para entender que las cosas sin amor no tienen sentido.

 
Obligamos a los niños para que se levanten y se arreglen; obligamos a los niños a ir al colegio; obligamos a los niños para hagan sus tareas escolares; obligamos a los niños para hagan tareas de casa; obligamos a los niños para que cambien malos hábitos; obligamos a los niños para que se tomen las medicinas, etcétera.
 
¿Por qué? Porque los amamos, porque creemos que es lo mejor para su vida, porque queremos que su tránsito por esta vida sea feliz.
 
Y se supone que tras éstas obligaciones está el ejemplo de los padres. Y, ¿no ‘obligamos’ a que el niño conozca a Dios, se relacione con Él? ¿No queremos su salvación?

El amor obliga a ciertas cosas. Y una madre, más y mejor que nadie, lo sabe bien. Por amor a Dios y a nuestra salvación nos obligamos a ir a misa. Nuestra fe nos obliga a transmitir nuestra fe.
 
Todos tenemos la obligación de emplear parte de nuestro tiempo para consagrarlo a Dios y darle culto, esta es una ley inscrita en el corazón. Es ley natural darle culto a Dios, y la misa es el acto fundamental del culto cristiano.
 
De este modo la Iglesia concreta el tercer mandamiento de la Ley de Dios y el deber de los cristianos es cumplirlo, además de ser sobre todo un inmenso privilegio y honor.

Ahora bien, recordemos que Jesús les dijo a sus apóstoles: “Dejad que los niños vengan a mí y no se lo impidan, porque el Reino de Dios pertenece a los que son como ellos” (Lc 18,16).
 
Por tanto -si no hay que impedir que los niños vayan a Jesús y, a través de Él, a Dios- hay que favorecer el encuentro de los niños con Dios, hay que motivarlos, hay que ‘empujarlos’, hay que estimularlos, hay que encaminarlos.
 
¿Cómo? Entre otras cosas con el ejemplo.

Pero claro, nadie ama lo que no conoce. Si no se conoce a Dios, si no se conoce el valor de la misa, sino no conocemos la importancia de los sacramentos, pues de consecuencia no hay amor a Dios, no hay amor a la misa ni a los sacramentos, ni nos amamos buscando la salvación propia ni amamos a los demás buscando su salvación.

Ya se sabe que se debe amar a Dios y al prójimo como a sí mismo. Pero, si Dios es amor, ¿entonces de qué va la cosa? Pues se trata de darle a Dios lo que él nos da. ¿Cómo se debe amar a Dios? Sobre todas las cosas (primer mandamiento de la ley de Dios) y “…con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente…” (Lc 10,27).

¿Qué implica amar a Dios sobre todas las cosas? Implica que nuestra capacidad de amar sea dirigida primero a Dios, que tenga a Dios como prioridad; que a Dios se le ame primero y más que a todo lo demás; amar -todo lo demás y a todos los demás- comenzando por el amor a Él.

¿Qué significa  que hay que amar a Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu fuerza, y con toda tu mente? Significa amar a Dios dándonos totalmente a Él, entregándonos a Él, ofreciéndole -como se dice- alma, vida y corazón.

Jesús también nos dice: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt. 22, 39). Es decir, para poder amar al prójimo uno se tiene primero que amar a sí mismo.
 
Jesús no dice, ‘amarás a tu prójimo en lugar de amarte a ti mismo’ o ‘amarás a tu prójimo primero que ti mismo’; sino “como te amas a ti mismo amarás a los demás”.
 
Es decir en la medida que tú quieres o buscas tu bien espiritual y tu relación con Dios, en esa misma medida buscarás el bien espiritual de los demás, comenzando por tu familia: esposo(a), hijos, etc.
 
El bien que uno quiere para sí mismo lo quiere para los demás. ¿Cómo combinar estos dos amores: el amor a Dios y el amor a nosotros mismos? ¿Dónde se pueden encontrar estos dos amores? En la santa misa, en la vida sacramental, en la oración.

 
¿Qué nos pide Dios y la Iglesia?

El tercer mandamiento de la ley de Dios dice: “Santificarás las fiestas”. Y el primer precepto de la Iglesia dice: “Oír misa entera todos los domingos y fiesta de guardar”. 
 
La Iglesia, como madre que es, y quiere nuestro bien presente y eterno, pide que todos los fieles asistan a misa todos los domingos y fiestas de guardar.
 
El domingo y las demás fiestas de precepto los fieles tienen obligación de participar en la misa; y se abstendrán además de aquellos trabajos y actividades que impidan dar culto a Dios, gozar de la alegría propia del día del Señor, o disfrutar del debido descanso de la mente y del cuerpo (Canon 1247)”.
 
“La participación en la celebración común de la Eucaristía dominical es un testimonio de pertenencia y de fidelidad a Cristo y a su Iglesia. Los fieles proclaman así su comunión en la fe y la caridad. Testimonian a la vez la santidad de Dios y su esperanza de la salvación. Se reconfortan mutuamente, guiados por el Espíritu Santo (Catecismo 2182)”.
 
¿Quién está obligado a ir a misa?

El canon 11 establece que las leyes meramente eclesiásticas obligan a los fieles “siempre que tengan uso de razón suficiente y, si el derecho no dispone expresamente otra cosa, hayan cumplido siete años”.
 
La obligación pues de cumplir el primer precepto eclesial es de todos los fieles desde los siete años.
 
La Iglesia exige a los fieles participar en la celebración eucarística el día en que se conmemora la Resurrección de Cristo y en algunas fiestas litúrgicas importantes.
 
El no cumplirlo es pecado grave para todos aquellos que tienen uso de razón y hayan cumplido los siete años.
 
Para cumplir este precepto hay que hacerlo el día en que está mandado, no se puede suplir. Implica una presencia real, es decir, hay que estar ahí y hay que escucharla completa.

Obligaciones de los padres creyentes
 
Ya se sabe que la familia es la Iglesia doméstica y “en esta especie de Iglesia doméstica, los padres deben ser para los hijos los primeros educadores de la fe mediante la palabra y el ejemplo” (Lumen gentium, 11).
 
A partir de aquí los padres deben ayudar a los hijos a superar los obstáculos que a nivel humano dificulten su vida de fe. Deben preparar y motivar a sus hijos para que por su propia iniciativa, relacionen su vida cotidiana con Dios.
 
Deben ayudarles a conocer a Dios y a tratarle como Padre. Los padres deben rezar por y con sus hijos. Deben crear las disposiciones adecuadas para que los hijos respondan generosamente al querer de Dios.

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