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San José Luis Sánchez del Río, el niño que buscaba el cielo

Beato José Luis Sánchez del Río

Public Domain

Gaudium Press - publicado el 19/01/15

"Creo que voy a morir, pero no importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios", escribió en la cárcel

Corría el año 1926 y, a no ser por la creciente hostilidad del gobierno de Plutarco Elías Calles contra la Iglesia, se diría que en el Estado de Michoacán, en México, el tiempo se había detenido.

Esta zona agrícola situada entre grandes montañas y lagos fue marcada por la infatigable evangelización de misioneros franciscanos, agustinos y de otras órdenes religiosas, lo que sumado al temperamento recio de sus habitantes, curtidos por la inclemencia del tiempo y la relativa lejanía de las grandes ciudades, dio forma a la región más católica de México y tal vez de toda América.

El Bajío -como se le llama al conjunto formado por los estados de Jalisco, Aguas Calientes, Guanajuato, Querétaro y Michoacán- es la zona que más mártires ha dado a la Iglesia católica en la América del siglo XX, y hasta el día de hoy es un semillero de vocaciones religiosas.

Uno de estos ejemplos de santidad es el que voy a relatar a continuación.

“¿Y los niños también pueden ser mártires?”

Sahuayo era un pequeño caserío del estado de Michoacán, cuyos habitantes, después del trabajo diario, se reunían a la hora del Ángelus en el templo de Santiago Apóstol para agradecer a la bondadosísima Madre de Guadalupe las gracias y favores que les había concedido en la jornada.

Junto a su querido párroco, recitaban el rosario sin dejar de pedir por México, para que terminase cuanto antes la despiadada persecución del gobierno contra los católicos.

Entre los niños de la parroquia, uno se destacaba por la piedad de sus plegarias.
Era José Luís Sánchez del Río.

De 13 años apenas, travieso como los de su edad, tenía una idea fija en su mente, idea nacida una noche de invierno, cuando sus padres invitaron al párroco a cenar y éste les contó que la persecución religiosa estaba llevando muchos mártires mexicanos al Cielo.

-¿Cómo es eso, Padre?

-Sí Josecito, son católicos que frente a la orden de renegar de nuestra religión, prefieren dar su vida y mueren fusilados. Pero el Señor los recibe junto a nuestra Madre de Guadalupe en el cielo.

-¿Y los niños también pueden ser mártires, Padre?

-Bueno… en fin… si Dios lo dispone así, pueden serlo como los Santos Inocentes que celebramos en nuestra parroquia en diciembre.

José Luis sintió en su corazón un ardor que no era sino una gracia de Dios, una preparación para los grandes acontecimientos que se desarrollarían poco tiempo después en el tranquilo Sahuayo.

¡Nunca fue tan fácil ganarse el Cielo!

En efecto, en agosto de 1926 llegó a la pequeña aldea la noticia de la prohibición del culto público.

La familia Sánchez del Río se reunió consternada, y mientras los hijos más pequeños deben conformarse con seguir ayudando a su padre en las labores agrícolas, Miguel, el mayor, decidió tomar las armas junto a sus amigos los hermanos Gálvez, para defender a Cristo y su Iglesia.

Viendo eso, José pidió permiso a sus padres para alistarse también en el Ejército “Cristero”, que se había formado bajo el mando del general Prudencio Mendoza. Pero su madre se opuso:

-Hijo mío, un niño de su edad va a estorbar en el ejército, más que ayudar.

-Pero mamá, nunca había sido tan fácil ganarse el cielo como ahora, y no quiero perder la ocasión.

Con esa respuesta, su madre le dio permiso, pero le puso como condición que él mismo le escribiera al general Prudencio Mendoza para ver si lo admitía. La respuesta fue negativa.

José no se desanimó. Volvió a escribir al general pidiéndole que lo recibiera, si no como soldado activo, al menos como asistente; podía cuidar de los caballos, cocinar y prestar otros servicios a la tropa.

El general, al ver la grandeza de alma y el entusiasmo del adolescente, le dijo que lo aceptaba; y así, con la bendición de su católica madre, partió hacia el campamento “cristero”, muy feliz de luchar por Cristo Rey y Santa María de Guadalupe.

Combatiente heroico

Al poco tiempo, el menor de la familia Sánchez del Río se ganó el afecto y la confianza de los cristeros, que le pusieron por apodo Tarcisio. Su alegría contagiaba a todos y desde el inicio fue el encargado de rezar el rosario con la tropa todos los días al anochecer.

Por su buen comportamiento, el general lo designó clarín del destacamento. Luego sería elevado a portaestandarte y así se cumplía el anhelo de José Sánchez del Río: estar en el campo de batalla como soldado de Cristo.

El 5 de febrero de 1928, a un año y cinco meses de su incorporación a los cristeros, se dio un combate cerca de la ciudad de Cotija. Luego de varias horas de reñida lucha, el joven portaestandarte percibió que el caballo del general había caído de un balazo. Galopó rápidamente hasta el lugar y le dijo resuelto:

Mi general, aquí está mi caballo. Sálvese usted, aunque a mí me maten. Yo no hago falta, usted sí.

Entregó su caballo, pidió un fusil y combatió con bravura. Cuando se le acabaron las balas se abalanzó sobre el enemigo para seguir combatiendo con el fusil como lanza. Lo tomaron prisionero y lo llevaron frente al general enemigo.

Cuando este lo reprendió por luchar contra el gobierno, respondió:

-General, sepa que me tomaron preso no porque me rendí, sino porque se me acabaron las balas, pues hubiese seguido luchando.

Indomable prisionero

El general, al ver su decisión y arrojo, le invitó a unirse a las tropas del gobierno diciéndole:

-Eres un muchacho valiente, vente con nosotros y te irá mucho mejor que con los cristeros.

-¡Jamás, jamás! ¡Primero muerto! ¡Nunca me uniré a los enemigos de Cristo Rey! ¡Fusíleme!

El general lo mandó tomar preso y encerrarlo en la cárcel de Cotija. En medio de la poca luz, el mal olor y rodeado de delincuentes, consiguió escribir una carta:

Cotija, 6 de febrero de 1928. Mi querida mamá Fui hecho prisionero en combate en este día. Creo que voy a morir, pero no importa, mamá. Resígnate a la voluntad de Dios. No te preocupes con mi muerte que es lo que me mortifica, antes diles a mis dos hermanos que sigan el ejemplo que les dejó su hermano más chico. Y tú haz la voluntad de Dios, ten valor y mándame la bendición juntamente con la de mi padre. Salúdame a todos por última vez. Y tú recibe el corazón de tu hijo que tanto te quiere y verte antes de morir deseaba. – José Sánchez del Río

Pero en vez de fusilarlo al día siguiente, como se imaginaba José, lo trasladaron junto a un amiguito también preso, llamado Lázaro, a la parroquia de Sahuayo, que las tropas del general Calles habían transformado en caballeriza.

La sacristía era ocupada por los gallos de pelea que tenía el diputado anticatólico Rafael Picazo, que ahí realizaba frecuentemente orgías con los amigos.

Al ver su nueva prisión, José quedó indignado. Era la misma parroquia que poco tiempo antes él frecuentaba con su familia para el rezo del ángelus y rosario.

Era aquella misma sacristía adonde José, después de las misas, le iba a pedir “recortes de hostia” al anciano párroco que tanto quería. La habían transformado en “cueva de bandidos”.

Apenas quedó solo en la penumbra, se desató las cuerdas que lo mantenían preso, se acercó a las jaulas de los gallos del diputado y uno por uno les fue cortando el cogote a todos. Después durmió plácidamente.

Al día siguiente, no bien supo lo ocurrido, el diputado Picazo corrió a la sacristía-prisión, y llenándose de ira interpeló al joven prisionero. Éste le replicó: “La casa de Dios es para venir a rezar, no para refugio de animales“.

Picazo, fuera de sí, lo amenazó de muerte, y recibió esta serena respuesta: “Desde que tomé las armas estoy dispuesto a todo. ¡Fusíleme!”

Una cruz dibujada con la propia sangre

El viernes 10, como a las 6 de la tarde, lo sacaron de la sacristía y lo llevaron al cuartel. Al saber de su sentencia a muerte, le escribió a una de sus tías que había conseguido llevarle a escondidas la comunión. Sería la última carta de su vida:

Sahuayo, 10 de febrero. Querida tía. Estoy sentenciado a muerte. A las 8 y media de la noche llegará el momento que tanto he deseado. Te doy gracias por los favores que me hiciste tú y Magdalena. No me encuentro capaz de escribir a mi mamá. (…)

Salúdame a todos y tú recibe, como siempre y por última vez, el corazón de tu sobrino que mucho te quiere y verte desea. ¡Cristo vive, Cristo reina, Cristo impera! ¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe! – José Sánchez del Río, que murió en defensa de la fe. No dejen de venir. Adiós“.

A las 11 de la noche llegó la hora tan esperada. El odio de los enemigos de la Iglesia era tan grande, que tomaron un afiladísimo cuchillo y le desollaron las plantas de los pies, para obligarlo luego a caminar desde el cuartel hasta el cementerio pisando las piedras y la tierra.

Ningún quejido salió de su boca en medio de esta tortura. Llegó al cementerio cantando himnos religiosos.

Una vez puesto al borde de una tumba que en breve sería suya, unos soldados le dieron unas puñaladas no mortales aún, para ver si apostataba con este suplicio.

El capitán jefe de la escolta, en son de burla y para quebrar psicológicamente al héroe de la fe, le preguntó si tenía un mensaje para sus padres. Le respondió: “Sí, dígales que nos vemos en el Cielo”.


Acto seguido le pidió al capitán morir con los brazos en cruz. Por única respuesta, éste sacó la pistola y le disparó en la sien.

Sintiéndose herido de muerte, José tomó con su mano derecha un poco de la abundante sangre que caía por su cuello, dibujó una cruz en la tierra y cayó sobre ella en señal de adoración.


Así, a última hora de la noche del 10 de febrero de 1928, su alma subió al cielo y fue recibida con gozo por su querido Cristo Rey y su amadísima Madre, la Virgen de Guadalupe.

Artículo originalmente publicado por Gaudium press

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