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Aquel encuentro del que se recuerda todo

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 18/01/15
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El encuentro con Jesús nos va cambiando y acaba convirtiéndonos en hombre nuevos, en testigos
El seguimiento comienza con una llamada, con una invitación a decidirse por vivir algo grande: «En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: – Éste es el Cordero de Dios. Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús. Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: – ¿Qué buscáis? Ellos le contestaron: – Rabí, ¿dónde vives? Él les dijo: – Venid y lo veréis».
 
Pienso en ese día. Todo lo que hoy se cuenta sucedió en un día. Hay días que pasan rápido, semanas, meses. Y otros que marcan una vida para siempre.
 
En el evangelio de Juan nos cuenta la llamada a los discípulos gradualmente y por su nombre. Con cada uno tiene una historia, una hora. Las cuatro de la tarde. La hora de sus vidas. La hora en que comienzan a seguirlo. Juan se fija en Jesús que pasa.
 
Me encanta esta expresión. Jesús pasa. Pasa por delante de mí cada día y no lo veo. Dejo que siga.
 
Juan Bautista lo mira. Sabe quién es. Lo ha conocido con el corazón. Es el Cordero. El cordero manso y humilde que se entrega por nosotros. Que llega sin hacer ruido. Sin que se note. Sin darse importancia. El cordero de Dios que se da. Es Él. Su Señor.
 
¡Cuánto tiempo esperando este momento! ¡Cuánto tiempo hablando de Él a sus discípulos! Los primeros discípulos oyen a Juan y sin dudarlo, siguen a Jesús. Se van detrás de Él para siempre. Por fidelidad a su maestro lo dejan. Se fían de Juan. Es bonito fiarse de alguien tanto como lo hacen ellos.
 
Hay personas de las que me fío ciegamente. Lo que me dicen es para mí la voz de Dios. Los discípulos no se lo plantean. No preguntan. No dudan. Juan lo dice y ellos siguen a Jesús. No importa hasta dónde.
 
Aún no se han enamorado de Jesús y ya lo siguen. Por el testimonio de Juan, creen. Así empieza la Iglesia. Por contagio. Por el amor de uno al otro.
 
Juan en su Evangelio nos cuenta que el seguimiento a Jesús comienza por un testimonio humano, no por una llamada directa de Jesús como en los evangelistas sinópticos. A veces hemos sentido la llamada directa de Jesús. Otras veces creo porque otro cree. Miro con sus ojos. Escucho con sus oídos. Veo luz en la vida de otro y quiero vivir como él.
 
Los discípulos de Juan siguen a Jesús y Juan no. Es su forma de amar particular. Es su forma de seguir a Jesús. Retirándose. Abajándose. Ocultándose. Inmolándose. Regalándole lo que más ama, que son sus discípulos.
 
¡Cuánto se amaban Jesús y Juan! Impresiona la mirada de Juan cuando Jesús pasa. Ve a Dios. ¡Qué mirada más pura! El desierto, la pobreza, la espera, el anhelo, prepararon su corazón, no sólo para predicar de Jesús, sino para saber verlo.
 
¡Cuántos fueron incapaces de ver a Jesús a pesar de sus milagros y de sus palabras! Y Juan ve sin necesidad de milagros. Sin intermediar palabras. Gracias a la mirada de Juan ese día en que Jesús pasa, los discípulos se van con Jesús.
 
Nunca hubo un discípulo de Jesús solo. De dos en dos se van adhiriendo a Él. Así es siempre en la Iglesia. Siempre fue comunidad. Así empezó la comunidad de los amigos de Jesús. Por el testimonio de uno el otro cree.
 
Los dos primeros discípulos creen por Juan. Pedro cree por Andrés. «Hemos encontrado al Mesías». Algo vio Pedro en Andrés y por eso creyó. Me conmueve. No necesitó ir a comprobarlo. Se puso en camino. Se fió de él. Por su hermano ya sabía que era verdad. Así siempre es en la Iglesia, desde el principio, uno ve a Jesús, se enamora, y lo cuenta a otro.
 
¿Qué deseamos en lo más profundo del alma? Miro el corazón, en lo más hondo. Jesús me mira. Mira a los que le siguen. Mira a los que desea que le sigan. « ¿Qué buscáis?». Ellos respondieron con una pregunta: « ¿Dónde vives?». Le buscaban a Él, querían estar con Él.

 
¿Qué le pregunto yo al Señor? El deseo del corazón es estar con el que ensancha nuestra vida, abre nuevos horizontes, llena de luz nuestro camino. Creo que Cristo es mi horizonte. Siempre lo he creído. Desde que me encontré con Él en el camino. O mejor, Él conmigo.
 
Puede que algún día piense que me falta horizonte en lo que hago. Puede que me sienta estrecho y un poco atado. Ese día, cuando me vea insatisfecho, tendré que recordar lo esencial de la llamada a seguir a Jesús.
 
No importa tanto lo que hagamos o dejemos de hacer. Lo que importa es estar con Él, caminar a su lado. Él es nuestro horizonte. Yo tengo sed. También los discípulos tenían sed. Jesús tiene el agua. Eso me alegra siempre. Mi sed sólo la calma Él. El camino sólo me lo muestra Él. Si no lo sigo a Él, me acabo desviando.
 
Los discípulos buscaban junto a Juan el sentido de la vida. Esperaban al Mesías. No sabían bien qué seguiría después, qué pasaría con sus vidas cuando se encontraran con Él.
 
«¿Dónde vives?». Detrás de esa pregunta hay muchas más preguntas, más dudas, algunos miedos. ¿Qué haces? ¿Qué sueñas? ¿Para qué has venido? ¿Cuáles son tus horizontes, tus metas, tus proyectos?
 
¿Qué haces durante un día? ¿Qué será de nuestra vida si te seguimos? ¿Qué perderemos? ¿Qué ganaremos? Siempre hay muchas preguntas en el alma. La primera es la que tapa todas las demás. ¿Dónde vives? Esa pregunta esconde un deseo de plenitud, de felicidad.
 
Ellos querían una vida con sentido. Confiaban en que el Mesías respondería a todos sus deseos de encontrar su camino. Lo buscan. Lo encuentran. Jesús se vuelve y los mira. Se detiene. Siempre lo hace. Para en su camino ante cualquier persona. Ojalá yo supiese hacer eso.

Ojalá supiera pararme y mirar. Detenerme y salirme de mi plan y de mi vida. De mi esquema, de mi agenda, para mirar a alguien. Jesús lo hace. Y a ellos les basta con un solo día para comprenderlo todo. ¿Qué pasó ese día? ¿Dónde y cómo vivía realmente Jesús? Tantos interrogantes abiertos. Tantas preguntas por responder.

Me detengo a pensar un momento. El estilo de Jesús es lo que provoca el seguimiento. Su forma de enfrentar la vida, su manera de tratar a los hombres, su verdad, su sencillez, su profundidad. Los apóstoles estuvieron con Él aquel día y creyeron en su vida. Pasaron con Él sólo unas horas: «Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con Él aquel día».

Me sorprende la rapidez. ¿Realmente basta con un día para decidir seguir a alguien? Tal vez llevaban tiempo esperando a Jesús sin saber quién era, cómo sería. Tal vez Juan había preparado sus corazones. Pero el mismo Juan desconocía muchas cosas. Sólo despertó su anhelo, lo cuidó, lo mantuvo encendido.

Ellos querían conocer a Jesús y cuando lo encontraron se dieron cuenta de que algo encajaba en el alma. Así es muchas veces en la vida. Encontramos nuestro lugar, a la persona a la que buscábamos, el camino vocacional con el que soñábamos, la ocupación que llena el corazón. Nos basta con un encuentro, con una palabra, con una vivencia. Entonces todo encaja.

A lo mejor a nosotros también nos basta con un día. ¿Qué les llamaría tanto la atención de aquel primer encuentro, de aquél primer día? A veces, cuando conocemos a alguien, no siempre decidimos seguir sus pasos de forma inmediata. No nos suele bastar con un día. Puede ser un buen encuentro, pero no siempre es tan decisivo.

Seguir los pasos de alguien es muy radical como para hacerlo a la ligera. ¿Acaso ellos no tenían ya una vida armada? Sí, eran pescadores. Tenían su familia, tenían vínculos que cuidar, había amor en sus vidas y ellos eran responsables de ese amor. Tenían un estilo de vida propio. Costumbres arraigadas. Hábitos firmes. Compromisos adquiridos.

¿Cómo cambiarlo todo de golpe? ¿Cómo dejar lo que tenían y seguir otro camino? Decía el Padre José Kentenich: « ¿Qué se exige respecto a la forma de vida? Se exige una vida constantemente cercana a Dios, penetrada de altos valores morales, interiormente purificada, desapegada del mundo y del yo»[1].

Ellos siguen sus pasos. Se adaptan a su forma de vida. Quieren vivir como vive Él, aunque no tenga un lugar donde reclinar la cabeza. Aunque no pueda asegurarles un futuro lleno de comodidades.

A veces uno cree que seguir a Jesús es caminar por la vida con el éxito asegurado. Dios nos promete una vida plena en sus manos, no el éxito. Seguir a Jesús supone riesgos, aceptar miedos, tener la vida llena de incertidumbres. Pero eso no es lo importante. La promesa tiene que ver con vivir con Él para siempre. Lo importante en la vida es seguir a Jesús.
 
Jesús se vuelve y los mira hasta el fondo del corazón. Ve sus preguntas y su ilusión. Su fragilidad. Sus sueños. Ve su corazón de pescadores sencillos. Le conmueve que le sigan. Tantos habrá que no querrán seguirle, tantos que le pedirán pruebas.
 
La sencillez de su corazón le alegra. Serán para siempre sus amigos. Este primer día es importante para Andrés y Pedro pero también para Jesús. Ya no está solo. Ellos se quedaron con Él, siguieron sus pasos y vieron cómo vivía. Así de sencillo.
 
Enamorados por ese primer encuentro su vida se convierte en testimonio. Habían estado con Jesús. Todo había cambiado. Por eso se acuerdan de la hora exacta: «Serían las cuatro de la tarde». Los enamorados se acuerdan del lugar y de la hora del encuentro con la persona amada.
 
Ese momento que cambió sus vidas para siempre. Recuerdan el lugar en el que estaban. Los ruidos. Los olores. Se acuerdan de todo con precisión. No dudan. Lo guardan en la memoria del corazón que es la que importa.
 
No hay fotos. Pero los recuerdos reproducen con nitidez el momento. Se saben las palabras y los gestos. Recuerdan las miradas y las lágrimas. Así suele ser también cuando el Señor viene a nuestras vidas y nos llama. Irrumpe en un momento dado. Un día y una hora.
 
Seguramente en la vida de Juan y Andrés hubo otras vivencias, otros encuentros, otras palabras y otros silencios. Pero sólo se recoge la hora de aquel primer momento entre ellos y Jesús. Lo grabaron como un tesoro en el alma. Lo conservaron para siempre en su corazón.
 
El encuentro con Jesús nos va cambiando y acaba convirtiéndonos en hombre nuevos. Sin esa conversión no es posible ser testigos. Así ocurrió con Juan y Andrés.
 
Se encontraron con Jesús y el cambio que se produjo en sus vidas les llevó a contar lo ocurrido: «Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: – Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo). Y lo llevó a Jesús. Jesús se le quedó mirando y le dijo: – Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro)». Juan 1, 35-42.
 
Así surge el testimonio. De un encuentro brota la vida. El convencimiento. La pasión. No pueden callar lo que les ha ocurrido.
 
Decía el Papa Francisco: «El testimonio te tiene que agarrar todo. Es una opción de vida. Yo testimonio porque esa es la consecuencia de una opción de vida. Así es que eso es el primer paso. Sin testimonio no podés ayudar a ningún joven ni a ningún viejo. ¡A nadie!
 
Y, evidentemente que todos flaqueamos, que todos somos débiles, que todos tenemos problemas y no siempre damos un buen testimonio. Pero la capacidad de humillarnos, la capacidad de pedir perdón cuando nuestro testimonio no es el que debe ser
».
 
El testimonio es sagrado porque hace referencia a Dios. Al Dios de nuestra vida. Es sagrado porque coloca a Dios en el centro de nuestro corazón y a nosotros, con nuestros intereses y deseos, nos deja a un lado.
 
Es sagrado porque en nuestra carne trasparentamos el amor de Dios, no nuestros talentos. Aunque lo hagamos torpemente. Es sagrado porque Dios, lo que toca, lo santifica. Llega a nosotros y nos hace de nuevo.
 
Hoy escuchamos: « ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? Él habita en vosotros porque lo habéis recibido de Dios. No os poseéis en propiedad». 1 Corintios 6, 13. Es sagrado porque hace sagrada otras vidas que entran en contacto con la nuestra.
 
Cuando damos testimonio lo hacemos no tanto con nuestras palabras. Son más bien nuestros actos los que convencen, los que arrastran. La fuerza que tenemos es poca. La fuerza del amor de Dios es mucha.
 
Pero sabemos que la misión es inmensa. La mies es grande y los obreros son pocos. Así queremos salir al mundo. Enamorados, encendidos, con el fuego del amor de Dios en el alma.

 


[1] J. Kentenich,
Hacia la cima
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