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Lo que me enseña el caracol

Caracol

© René Mayorga / Flickr / CC

Caracol

Carlos Padilla Esteban - publicado el 16/01/15

Su lentitud, su paciencia, el rastro que deja, su fragilidad, su concha,... Estamos llamados a hacer de cada sitio donde estemos nuestro hogar

El otro día una pareja, antes de su boda, me decía algo interesante: "Queremos rodearnos de cosas bonitas. Un caracol. Un faro. Una noria. El sol. La simplicidad. Lo cotidiano". Me gustó mucho.

Es verdad. Son necesarias las cosas bonitas para aprender a valorar la vida. Un amanecer. Una puesta de sol. Un montón de olas. Un abrazo de repente. Una sonrisa cómplice. Una mirada. Una palabra que enaltece. Una sonrisa sincera.

Una lámpara antigua que sigue dando luz desafiando el tiempo. Un bastón de madera que sujeta los días. Un montón de libros aún sin leer. Una ventana de madera abierta al mundo. Una vela encendida. Un armario lleno de recuerdos, sin mucho orden.

Así son las cosas simples de la vida. Las más sencillas. Son bonitas y el corazón se alegra al mirarlas sobrecogido. Es necesario hacerlo, no perder la oportunidad.

Porque luego la vida se nos complica sin darnos cuenta y se nos puede llenar de cosas feas. Y entonces ya no es tan bonita la vida, ni tan apasionante, ni tiene tanta luz. Perdemos lo bello y nos puede nublar la vista lo doloroso. Y nos dará pena entonces no haber sido capaces de encontrar más cosas bonitas con las que alegrar el alma.

Pensaba en el caracol del que me hablaba esta pareja. Para ellos era algo bonito. A mí me gustan los caracoles. Tal vez no me parecen tan bonitos. Pero enseñan muchas cosas importantes para la vida. ¡Qué despacio recorren sus caminos! Nos recuerdan que el tiempo no importa tanto. Que vamos a nuestro ritmo sin tener en cuenta la hora.

A veces corremos demasiado. Las cosas pasan y vuelan y no las valoramos. Hacer las cosas despacio nos ayuda. Pero nos cuesta mucho. Ojalá fuéramos capaces de vivir intensamente cada momento, sin prisas, deteniéndonos sin miedo a perder el tiempo, o la primera posición en la carrera.

Caminar dejando un reguero de vida a nuestro paso, como los caracoles. Que marcan el camino por el que han avanzado. Con su vida, con su amor. Dejan un rastro sagrado, porque la vida que vivimos tiene mucho de sagrada, es nuestra historia santa.

Caminar sin importar cuánto tiempo tardemos en recorrer una distancia. Nos esperamos los unos a los otros. Construimos a nuestro ritmo, lentamente, con paciencia. Hay que esperar a veces a otros que van más lentos.

Hay que adaptarse y no siempre es fácil renunciar a lo propio, a mi ritmo. Porque uno quiere todo ya, de forma inmediata. Y nos falta la paciencia, se agota. Me gustan los caracoles y su ritmo lento, me educan. Desafían el tiempo y mis prisas. Pero siempre llegan.

Son frágiles en su concha. No se defienden. Sólo a veces se esconden. Simplemente llevan su hogar a cuestas y cuando llegan, se instalan. Estamos llamados a hacer de cada sitio donde estemos nuestro hogar. Como Jesús, que no tenía dónde reclinar la cabeza.

Sí, me gustan los caracoles. Son frágiles y dignos. Altivos y humildes. Siempre en movimiento. Siempre pausados. Si les haces daño o los amenazas, se esconden y no salen. Si sale el sol y se sienten seguros, no temen y salen.

Como nosotros, que somos sensibles tantas veces a los gritos, a la violencia, a la agresividad. Ojalá siempre nos tratáramos con respeto y cariño, con delicadeza. Ojalá hubiera más sol en nuestra vida. Iluminando el camino. Definitivamente, a mí también me gusta rodearme de cosas bonitas.

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