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Lo que siento al consagrar, al bendecir

A priest holds eucharist – es

Salt and Light TV

Carlos Padilla Esteban - publicado el 10/01/15

No soy sólo un canal, sino también recipiente: al absolver, algo del perdón se queda pegado en mi alma, al bautizar, algo de esa agua

En la vida no basta con ser canal. Es necesario también ser recipiente, pozo, embalse. Una frase del Padre José Kentenich me da mucha luz:

«De acuerdo a san Bernardo, debemos preocuparnos de ser receptáculos y no solamente canales. Si soy solamente un canal, quiere decir que Dios reparte obsequios a través de mí, pero sin que estos dones me toquen en profundidad. No hay que ser solo canal, también hay que ser recipiente.

Debemos cultivar la vida interior en plenitud y en toda la línea. Por eso debemos mantenernos siempre alerta para no separar nunca el apostolado de la vida interior, para no descuidar nunca la vida interior por causa del apostolado»[1].

Somos canales de la gracia. Nos dejamos utilizar por Dios. Es Él el que salva y nos utiliza, nos necesita.

Siempre pienso que la gracia que entrego con mis manos seguro que me toca en lo más íntimo. Que al absolver, algo del perdón se queda pegado en mi alma. Al bautizar, algo de esa agua que habla del amor de Dios. Al bendecir, algo de su bendición me toca.

Y todavía necesito acostumbrarme a contemplar el cuerpo de Dios vivo entre mis manos. Que su carne, al tocar mi carne, me deje algo de su amor pegado a mi cuerpo. Me sobrecoge ese momento de luz.

Escribía J. L. Martín Descalzo hablando de la Eucaristía: «Nadie estuvo más solo que tus manos perdidas entre el hierro y la madera, mas cuando el pan se convirtió en hoguera nadie estuvo más lleno que tus manos. Nadie estuvo más muerto que tus manos, cuando, llorando, las besó María; mas cuando el vino ensangrentado ardía, nadie estuvo más vivo que tus manos. Nadie estuvo más ciego que mis ojos cuando creí mi corazón perdido en un ancho desierto sin hermanos. Nadie estaba más ciego que mis ojos. Grité, Señor, ¿por qué te has ido? Y Tú estabas latiendo entre mis manos».

Esa descripción sobrecogedora me toca en lo más hondo. Y yo, ¡qué rápido paso a veces sobre el agua! ¡Qué poco me moja el fluir de la gracia! ¡Qué pobre mi mirada sobre ese pan partido! Corro descalzo y apenas me mancho. Toco con mis manos, y casi no toco. Paso por encima y no me quemo.

Por eso corro el riesgo de helarme, cuando el agua, o el fuego, no me tocan. Tengo siempre dos opciones en la misma encrucijada. O me dejo tocar o sigo de largo. Y me hielo.

Y lo sé, como decía el Padre Kentenich: «Con un pedazo de hielo no se enciende fuego. ¿No tememos convertirnos en pedazos de hielo? ¿No estamos siempre en peligro de adquirir la temperatura del hielo? Si eso nos sucede, nunca brotará algo bueno de nosotros»[2].

Quiero retener lo que entrego. Dejarme transformar con lo que regalo. Dar lo que poseo. Ser fuente y pozo, no sólo fuente.

Pienso que uno da lo que tiene y conserva lo que entrega. Y a la vez da mucho más de lo que guarda. Es el milagro del que da la vida. La entrega y no la pierde. Se vacía y permanece lleno. Por eso necesito volcarme en lo más hondo de mi propio mar buscando su rostro.

Quiero tender mis manos vacías hacia ese niño que colma mis entrañas. Sé que no puedo retenerlo todo. Sé que sólo puedo dar lo que recibo. Y eso me basta. Con las manos llenas de su bendición camino tranquilo. Y espero. Y sueño. Y vuelvo a tender las manos buscando su rostro.


[1] J. Kentenich,
Hacia la cima
[2] J. Kentenich,
Hacia la cima

Tags:
eucaristiasacerdotetestimonio
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