Catequesis en la Audiencia General del 7 de enero
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy continuamos las catequesis sobre la Iglesia y haremos una reflexión sobre la Iglesia madre. La Iglesia es madre.
En estos días la liturgia de la Iglesia ha puesto ante nuestros ojos el icono de la Virgen María Madre de Jesús. El primer día del año es la fiesta de la Madre de Dios, al que sigue la Epifanía, con el recuerdo de la visita de los Magos. Escribe el evangelista Mateo lo que hemos escuchado: “Al entrar en la casa, vieron al niño con María su madre, se postraron y le adoraron” (Mt 2,11). Es la Madre la que, tras haberlo engendrado, presenta el Hijo al mundo. Ella nos da a Jesús, ella nos muestra a Jesús, ella nos hace ver a Jesús.
Continuamos con las catequesis sobre la familia. En la familia está la madre. Toda persona humana debe la vida a una madre, y casi siempre debe a ella mucho de su existencia posterior, de la formación humana y espiritual. La madre, sin embargo, aún siendo muy exaltada desde el punto de vista simbólico tantas poesías, tantas cosas bonitas que se dicen poéticamente de la madre, viene poco escuchada y poco ayudada en la vida cotidiana, poco considerada en su papel central en la sociedad. Al contrario, a menudo se aprovecha de la disponibilidad de las madres a sacrificarse por sus hijos para “ahorrar” en los costes sociales.
Sucede que también en la comunidad cristiana la madre no haya sido siempre tenida suficientemente en cuenta, que sea poco escuchada. Y sin embargo, en el centro de la vida de la Iglesia está la Madre de Jesús. Quizás las madres, dispuestas a tantos sacrificios por sus hijos, y no pocas veces también por los de otros, deberían ser más escuchadas. Habría que comprender más su lucha cotidiana para ser eficientes en el trabajo y atentas y afectuosas en la familia; habría que comprender mejor sus aspiraciones para expresar los frutos mejores y auténticos de su emancipación. Una madre con hijos tiene siempre problemas, siempre tiene trabajo. Yo me acuerdo en casa, éramos cinco, y mientras uno hacía una trastada, otro pensaba en hacer otra, y la pobre mamá iba de un sitio a otro, pero era feliz, nos dio mucho.
Las madres son el antídoto más fuerte contra la extensión del individualismo egoísta. “Individuo” quiere decir “que no se puede dividir”. Las madres en cambio se “dividen”, a partir de cuando acogen a un hijo para darlo al mundo y criarlo. Son ellas, las madres, quienes más odian la guerra, que mata a sus hijos. Cuántas veces he pensado en las madres cuando recibían la carta que dice que su hijo ha caído en defensa de la patria. Pobres mujeres. Cómo sufre una madre. Son ellas quienes dan testimonio de la belleza de la vida. El arzobispo Oscar Arnulfo Romero decía que las madres viven un “martirio materno”, “martirio materno”. En la homilía por el funeral de un cura asesinado por los escuadrones de la muerte, dijo, recordando el Concilio Vaticano II: “Todos debemos estar dispuestos a morir por nuestra fe, aunque el Señor no nos conceda este honor… Dar la vida no significa solo ser asesinados; dar la vida, tener espíritu de martirio, es dar en el deber, en el silencio, en la oración, en el cumplimiento honrado del deber; en ese silencio de la vida cotidiana; ¿dar la vida a poco a poco? Sí, como la da una madre, que sin temor, con la sencillez del martirio materno, concibe en su seno un hijo, lo da a luz, lo amamanta, lo cría y cuida con afecto. Es dar la vida. Estas son las madres. Es martirio». Sí, ser madre no significa solo traer al mundo un hijo, sino también es una elección de vida, ¿qué elige una madre? ¿cuál es la elección de la vida de una madre? Es la elección de dar la vida. Y esto es grande, es hermoso.
Una sociedad sin madres sería una sociedad inhumana, porque las madres saben dar testimonio siempre, también en los momentos peores, de la ternura, la dedicación, la fuerza moral. Las madres transmiten también el sentido más profundo de la práctica religiosa: en las primeras oraciones, en los primeros gestos de devoción que un niño aprende, está inscrito el valor de la fe en la vida de un ser humano. Es un mensaje que las madres creyente saben transmitir sin tantas explicaciones: estas llegarán después, pero el germen de la fe está en esos primeros, preciosísimos momentos. Sin las madres, no sólo no habría nuevos fieles, sino que la fe perdería buena parte de su calor sencillo y profundo. Y la Iglesia es madre, con todo esto, es nuestra madre. No somos huérfanos, tenemos una madre, la Virgen y la Madre Iglesia, y nuestra mamá. No somos huérfanos. Somos hijos de la Iglesia, somos hijos de la Virgen y somos hijos de nuestras madres
Queridísimas madres, gracias, gracias por lo que sois en la familia y por lo que dais a la Iglesia y al mundo. Y a ti, amada Iglesia, gracias, gracias por ser madre. Y a ti María, Madre de Dios, gracias por hacernos ver a Jesús. Y a todas las madres aquí presentes las saludamos con un aplauso.