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¿Por qué la impotencia impide el matrimonio?

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Toscana Oggi - publicado el 06/01/15

¿La dimensión física es un componente imprescindible?

Hace muchos años leí en el periódico que el obispo de Viterbo negó a una pareja de prometidos la posibilidad de casarse por la Iglesia, después de que él se quedara inválido en un accidente. ¿Cómo se explica una decisión de este tipo? ¿El amor y la voluntad de las personas no deberían ser superiores a cualquier otra cuestión física? La situación me deja muy perpleja, pero antes de expresar cualquier tipo de juicio quisiera que alguien me ayudara a entender mejor…

Responde el padre Francesco Romano, profesor de Derecho Canónico

La noticia de que el obispo de Viterbo no admitiera la celebración del sacramento del matrimonio de una pareja de prometidos, puesto que el chico quedó impotente tras un accidente de tránsito que lo dejó parapléjico, provocó una reacción de indignación que fue recogida por diversos ámbitos de la opinión pública, considerando fría e inhumana esta decisión de la autoridad eclesiástica.

Comprendemos, por lo tanto, la perplejidad que nuestra lectora nos ha manifestado.

Nuestra aclaración, a petición de la lectora, toma como punto de partida precisamente la motivación que ella adoptó para objetar la acción del obispo de Viterbo: “¿el amor y la voluntad de las dos personas no deberían ser superiores a cualquier otra cuestión física?”.

El Concilio Vaticano en la Constitución Pastoral Gaudium et spes (GS), define el matrimonio como fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes, la íntima comunidad conyugal de vida y amor se establece sobre la alianza de los cónyuges, es decir, sobre su consentimiento personal e irrevocable” (GS 48,1).

El amor natural que atrae y suscita sentimientos de afecto es una realidad psicológica muy importante, podríamos decir previa, pero indeterminada, no calificable ni cuantificable.

El matrimonio, de hecho, nace y se funda no sobre un genérico sentimiento voluble, sino sobre el consenso como acto de voluntad que dos personas se manifiestan.

Se trata de un pacto irrevocable que tiene por objeto la aceptación recíproca y la donación de los cónyuges para constituir el matrimonio (can. 1057).

En otras palabras, el matrimonio no puede depender sólo de un sentimiento natural como el enamoramiento, bastante voluble e imprevisible por naturaleza.

La voluntad conyugal, en cambio, de la que emana el consentimiento, es el punto límite en que el amor natural se especifica en amor conyugal.

Por eso, el matrimonio sobrevive a la buena y a la mala suerte aunque el amor natural se disolviera totalmente.

Para los cristianos, además, este pacto es un sacramento que vuelve a los esposos signo y participación “del misterio de unidad y amor fecundo entre Cristo y la Iglesia” (can. 1063). La donación recíproca de los esposos se vuelve, de esta manera, un acto de rendimiento de culto perfecto.

A través del pacto conyugal, los esposos manifiestan su consentimiento, es decir, constituyen entre sí un consorcio de toda la vida, ordenado por su misma índole natural al bien de los cónyuges y a la generación y educación de la prole” (can. 1055).

Este “consorcio” como acto voluntario, que lo distingue de la unión de hecho, no tiene solamente una extensión temporal, sino que expresa la implicación total de los dos cónyuges en todas sus dimensiones comunicables, tanto a nivel psicológico como físico, hasta volverse “una sola carne” de manera irreversible hasta la muerte.

A propósito de la dimensión física del matrimonio, la impotencia copulativa (coeundi) es una circunstancia que incapacita a la persona para realizar la unión sexual conyugal.

Ésta se llama también ley inhabitable porque declara no capaz para contraer matrimonio a la persona de cualquiera de los sexos que se encuentre en tal situación, siendo un impedimento dirimente que vuelve nulo el posible matrimonio. Así está escrito en can. 1084:

La impotencia antecedente y perpetua para realizar el acto conyugal, tanto por parte del hombre como de la mujer, ya absoluta ya relativa, hace nulo el matrimonio por su misma naturaleza”.

De esta manera, la cópula conyugal, la define así el can. 1061: “()si los cónyuges han realizado de modo humano el acto conyugal apto de por sí para engendrar la prole, al que el matrimonio se ordena por su misma naturaleza y mediante el cual los cónyuges se hacen una sola carne”.

Respecto a lo dicho, los esposos no pueden modificar los términos del contrato, ni la autoridad eclesiástica dispensar de aquello que es constitutivo del matrimonio por derecho natural.

La cópula conyugal, de hecho, es solicitada por la naturaleza misma del matrimonio, como institución natural vinculada la naturaleza sexuada del hombre,“fundada por el Creador y en posesión de sus propias leyes (GS 48,1).

El significado de la consumación surge también de los efectos que ésta produce frente al matrimonio rato. Es conocido por todos, de hecho, que sólo después de la consumación el sacramento del matrimonio no puede ser disuelto por ningún poder humano, ni por ninguna causa fuera de la muerte (can. 1141).

La recíproca aceptación y donación, que es objeto del consenso conyugal, involucra a toda la persona de los esposos en todas sus dimensiones, incluida la sexual, especificando de esa manera la diferencia de cualquier otro tipo de unión que no sea el matrimonio, como consorcio de toda la vida y para el cual ya no son dos, sino “una sola carne”.

La incapacidad de efectuar la cópula conyugal impide, además, asumir los actos idóneos para la procreación de la prole a la cual por su naturaleza el matrimonio es ordenado.

La capacidad de los cónyuges de mantener actos verdaderamente conyugales -es decir, de por sí  idóneos a la procreación- entra en el objeto esencial del consentimiento, no puede recibir dispensa, ni el cónyuge tiene la facultad de renunciar a ellos espontáneamente.

Una vez que la acción humana ha llevado a cabo la cópula conyugal conforme a la naturaleza del matrimonio, su posible éxito infructuoso depende sólo de la acción de la naturaleza y no incide en la idoneidad de los esposos a vivir todas las dimensiones de la vida conyugal.

Respecto a la procreación, los cónyuges tienen derecho sólo a aquellos actos de los cuales normalmente deriva la concepción aunque a veces eso no se verifica por circunstancias independientes de su voluntad.

Por lo tanto, a diferencia de la impotencia copulativa, la esterilidad (impotentia generandi) no vuelve nulo el matrimonio (can. 1084), a menos que haya sido ocultada al futuro cónyuge de manera dolosa (can. 1098).

Así lo expresa, de hecho, el Concilio Vaticano II: Pero el matrimonio no ha sido instituido solamente para la procreación, sino que la propia naturaleza del vínculo indisoluble entre las personas y el bien de la prole requieren que también el amor mutuo de los esposos mismos se manifieste, progrese y vaya madurando ordenadamente. Por eso, aunque la descendencia, tan deseada muchas veces, falte, sigue en pie el matrimonio como intimidad y comunión total de la vida y conserva su valor e indisolubilidad” (GS 50,7).

Alguien podría objetar sobre el matrimonio de los ancianos. Obviamente, sobre este punto se presume que, a pesar de la edad, aún se conserva la capacidad copulativa.

Solamente cuando la impotentia coeundi resulte cierta el matrimonio no puede ser autorizado (can. 1084), como en el caso de la decisión tomada por el obispo de Viterbo.

Debido a la duda, en cambio, no puede ser descartada la celebración del matrimonio, que prevalece como derecho natural de que goza toda persona, pero si la duda se transforma en certeza, ese matrimonio es nulo en fuerza de la ley inhabilitante que tiene por objeto la impotentia coeundi (can. 1084), que no puede dispensarse por ninguna autoridad humana siendo ley de derecho natural.

Por lo tanto, la dimensión física es un componente imprescindible porque entra en la estructura natural del matrimonio y no permite la realización según el designio divino, principalmente con respecto al volverse “una sola carne” a través de la recíproca y total donación y aceptación de los cónyuges.

Todo esto en sintonía con el significado del amor conyugal que abraza a toda la persona del cónyuge al cual se dirige.

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