Muchas veces vivimos enfrentados con Dios, con los hombres, con nosotros mismos, con nuestra historia, con nuestra forma de ser, con nuestros límites
El otro día vi una obra de teatro. El título: Enfrentados. En ella un sacerdote mayor se enfrentaba a la labor de educar y salvar la vocación de un seminarista. Porque creía en él, en el diamante en bruto de su alma.
Desde el principio de la obra aparecían los dos con posturas totalmente enfrentadas. Como dos realidades irreconciliables. Como en esas discusiones casi teatrales en las que dos posiciones no encuentran puntos de encuentro. Porque las partes no los buscan. Porque no se escuchan.
En esta obra las dos posiciones quedan claras desde el principio. El sacerdote mayor, seguro de su vida, de su camino, de sus palabras. Firme en sus puntos de vista, como aquel que parece haber hallado todas las respuestas.
Y el público, nosotros, nos ponemos de su lado. Él sabe las respuestas y eso nos da seguridad. Él no tiene miedo aparentemente. Pisa roca firme. Tantas veces en la vida temo sentirme así. Demasiado seguro de mí mismo, demasiado protegido en mis respuestas, demasiado firme en mis posiciones.
Me da miedo hablar más y escuchar menos. Me da miedo convertir mis palabras en dogmas y pretender enmudecer a los que tienen dudas.
Lo cierto es que no todo son certezas en el sacerdote mayor. En una parte de la obra dice este sacerdote: «Las respuestas llegan lentamente. Y cuando crees que tienes la repuesta, la vida te cambia la pregunta».
Él mismo acaba confesando sus dudas. Detrás de su aparente firmeza muestra su lado débil. Reconoce tener más preguntas que respuestas. Así suele ser en la vida. Pero eso nos asusta. Nos da miedo la duda y el no tener todas las certezas del mundo. Nos da miedo el que piensa de forma diferente. Porque amenaza la estabilidad.
La obra parecía conducir a un camino seguro. El seminarista, lleno de preguntas rebeldes, de actitudes soeces, de modales por educar, es el que no tiene nada que enseñar y todo por aprender. El sacerdote educado y seguro parece no tener nada que aprender ya y mucho por enseñar.
El final nos parece evidente. El padre educará al hijo. El hijo aceptará las normas y callará. Ocultará quizás parte de su pasado para no ser expulsado. Todo para lograr un buen fin. Puede hacer mucho bien como sacerdote. Si llega a pulir el diamante en bruto. Pero la obra al final nos sorprende.
Todas las dudas no hallan respuestas. Los miedos ante la inseguridad permanecen en el alma. El sacerdote mayor reconoce al final de la obra: «El encuentro con este seminarista, me ha llevado a encontrarme de nuevo con Cristo».
Este desenlace no es el esperado. Deja preguntas abiertas. Plantea dudas. Tal vez a algunos los deja desconcertados. No parece el final más ortodoxo. Pero habla de lo importante. Del encuentro profundo con Cristo. Del amor hondo. Del sentido de la vida. Buscamos tantas certezas que podemos olvidar lo importante: el amor.
Pensaba en esta noche de Navidad en la que Jesús viene a traer luz a nuestra vida. Pensaba en nuestros miedos e inseguridades al arrodillarnos ante una cueva.
Muchas veces vivimos enfrentados con Dios, con los hombres, con nosotros mismos, con nuestra historia, con nuestra forma de ser, con nuestros límites. Buscamos certezas y nos olvidamos de amar más a Dios.
Me gustaría llevar mi corazón abierto, dispuesto a aprender y no tanto a sentar cátedra. Me gustaría que Dios naciera en lo más profundo de mi alma, para construir sobre su roca firme. Me gustaría que su paz viviera en mis silencios.
Buscamos tantas certezas que podemos olvidar lo importante: el amor
Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/01/15
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