Literalmente se traduce como “estudiantes” (en singular, “tálib”). De modo específico, designa a aquel que se instruye en ciencias islámicas en una “madraza” o escuela. Desde un punto de vista histórico, este término posee un amplio desarrollo. En la tradición sunní, se reconoce a los “talibanes” como aquellos que se adhieren escrupulosamente a las normas legales, morales y rituales del dogma islámico. En la tradición chií, suele identificarse al “tálib” como el grado más bajo de la jerarquía clerical.
Aunque la figura del talibán se encuentra presente en distintos momentos de la evolución islámica, es una figura muy vinculada al siglo XX. Desde Indonesia a Marruecos y de Afganistán a Senegal, aparecen vinculados a corrientes de
reacción contra el colonialismo, que intentan purificar los usos y costumbres del espacio público de las influencias occidentales.
En ese contexto de “despertar” del mundo árabe (nahda) que pretende devolver el Islam a sus principios originarios (salafiya) los talibanes encontraron una fuente de inspiración y un modo de actuar. Aunque se mostraban partidarios de incorporar los avances científico-técnicos, se oponían a una occidentalización que liquidara las particularidades inherentes a la civilización islámica. Estos planteamientos fueron utilizados con éxito por los movimientos nacionalistas, que los relevarían tras 1945 en la evolución política del mundo árabe.
Sería a finales del siglo XX cuando los talibanes reaparecerían como movimiento político en ascenso. Motivado por dos razones: El fracaso de los modelos surgidos del nacionalismo árabe y de las consecuencias que tendría el fin de la Guerra Fría. Es en este contexto de división interna y de pugna por el control geopolítico de la zona donde germinó el movimiento de los talibanes / estudiantes afganos.
En este contexto de enfrentamiento de las dos superpotencias (USA-URSS), la mayoría de estos estudiantes habían sido refugiados de la guerra afgana contra los soviéticos (1979-89), criados en madrazas financiadas por Arabia Saudí al oeste de Pakistán y asesorados por los servicios secretos pakistaníes y el apoyo de la CIA, en un panorama político de lucha contra el Irán chií de Jomeini.
Esta generación, desarraigada de su entorno, encontró como único referente vital el Islam transmitido en su exilio. Es decir, teñido de un fuerte sentido jerárquico y comunitario, de obediencia ciega al líder, aplicación de la ley islámica y defensa del carácter islámico de Afganistán. Un programa con fuertes elementos islámico-nacionalistas, que excluiría a todo aquel que no lo compartiese.
Su llegada al poder está muy relacionada con la desintegración del poder soviético en Asia Central. En Afganistán, los muyahidines (militantes islamistas) fueron incapaces de constituirse como alternativa al gobierno estatal. En Pakistán, los sucesivos gobiernos veían amenazada la inestabilidad en la zona y con ello un serio peligro contra sus intereses políticos y económicos. Intereses que coincidían con los de las grandes compañías energéticas estadounidenses. Por tanto, el ascenso talibán se percibió como garantía de cierta estabilidad.
Entre 1994-96, el avance de los talibanes se vio favorecido por las estructuras tradicionales de organización afgana. Una vez controladas, estos modelos de acuerdo se fueron sustituyendo por una nueva estructura, apoyada en la clase dirigente talibán.
Así, en abril de 1996, el mulá Úmar, máximo representante del movimiento, fue proclamado mediante juramento de fidelidad (baia) autoridad máxima de todos los musulmanes. En septiembre de ese año, los talibanes tomaron Kabul. Un hecho que confirmaría su gran capacidad para cubrir el vacío de poder generado por la desintegración de un Estado secular débil y dependiente de potencias exteriores. De este modo, para muchos se convirtieron en la gran esperanza islámica.
Ante las presiones occidentales, los talibanes ejercieron el poder de manera intransigente, acaparando todos sus resortes. Así, se negaron a mantener cualquier contacto con otras fuerzas dentro del país e impusieron una visión pastún de las reglas civiles (muamalat) y del código penal (hudud).
Más que motivos culturales o religiosos, fueron razones políticas las que hicieron que los talibanes practicaran una absoluta intolerancia con la diversidad étnica, social, política y cultural que caracterizaba a la sociedad afgana. Y este fue el motivo de su debilitamiento progresivo en el interior del país: la pérdida de apoyos internos. Los talibanes impusieron un sistema jerárquico, de corte militarizado, que arrasó los sistemas de equilibrio interétnico, las estructuras estatales y los mecanismos de participación. No hubo alternativa al poder central, sostenido por una red clientelar.
Esta fisonomía del poder talibán encontró a medio plazo puentes de comunicación con el modelo propuesto por Osama Bin Laden (qaida): la preparación ideológica para la yihad, dirigida a la liberación de territorios desde los cuales emprender y propagar el combate islamista. Esta alianza fue la que determinó el fin del régimen talibán tras los atentados del 11-S. De un lado, la hospitalidad con Bin Laden rompió definitivamente sus relaciones geoestratégicas con Estados Unidos. De otro, para Pakistán, el gobierno talibán de Kabul había resultado más perjudicial que beneficioso. Por este motivo, la intervención militar internacional no halló oposición para acabar con el régimen.
Actualmente, los talibanes siguen controlando amplias zonas de la región pastún afgana y pakistaní. Son bases a partir de las que despliegan tácticas guerrilleras contra la alianza militar internacional.