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Es un buen momento para repetir tus “síes”

Iesu communio – es

© Iesu communio

Carlos Padilla Esteban - publicado el 18/12/14

Sí a la enfermedad que pueda venir, sí a la pobreza y al desvalimiento, a dar la vida por aquellas personas que me confías, sí a mis amigos, a mi espíritu impulsivo, a mi pecado

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María en Adviento espera. Camina hacia Ein Karen. Camina hacia Belén, con José. Lleva a Dios dentro. El Adviento es un tiempo de María, un tiempo de anhelo y espera.

Me gusta la imagen de la visitación. Refleja muy bien el Adviento. El otro día me puse a meditar algunos cuadros de la visitación. María junto a José. Zacarías junto a Isabel.

Me gusta ese camino de María. Ella no se queda a medio camino como decía el Papa Francisco hablando de los buenos pastores:

El verdadero cristiano no tiene miedo de ensuciarse las manos con los pecadores, de arriesgar incluso su fama, porque tiene el corazón de Dios, que no quiere que nadie se pierda.

Ser un pastor a mitad de camino es una derrota. Un pastor debe tener el corazón de Dios, ir hasta el límite. El buen pastor, el buen cristiano sale, está siempre en salida: está en salida de sí mismo, está en salida hacia Dios, en la oración, en la adoración; está en salida hacia los otros para llevar el mensaje de salvación”.

María tiene el corazón de una pastora en salida. Siempre pienso que José iría con ella. En los cuadros que veía se representa a María en pie, caminando, dispuesta. José a su lado, apoyando, custodiando.

Es bonito imaginar la escena. María velada, protegida, custodiada por José. Es la santidad matrimonial. Es la santidad familiar, en comunidad. No vamos solos por los caminos de la vida. Eso nos alivia, calma el corazón.

Salimos de nuestra comodidad y nos ponemos en camino. María sale de su hogar. Deja lo que tiene. No lo sabemos pero me gusta creer lo que muchos cuadros reflejan, que José no dejó nunca sola a María, tampoco esta vez.

Caminó con ella. Dejó de lado su propia comodidad. Acompañó a aquella a la que amaba. Es importante saber que no salimos solos. Lo hacemos como Iglesia. Lo hacemos con otros que nos animan, nos impulsan, le dan sentido a nuestros pasos.

La espera del Adviento no es algo estático, es en camino. Me gusta una imagen de María que hay en la comunidad Iesu Communio en la Aguilera. Es una imagen de tamaño real. María sentada pero casi en camino. Embarazada está ya dispuesta a actuar.

Me encanta. Tiene paz y reposo. Tiene fuego y tensión. Tiene vida y luz. No está cansada, no está quieta, está en movimiento sin moverse. Está dispuesta a salir a servir. No está cuidándose, está cuidando a otros.

Así debería ser nuestra vida. Siempre en movimiento, siempre con paz. En camino, buscando. Sin esperar a que vengan a nosotros. Saliendo Ella a nuestro encuentro.

Y al llegar y ser recibida, la alegría llega a casa de Isabel. Ella se sorprende con la presencia de María y la alaba: “¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!”.

María es feliz y bendita, porque ha creído, porque su fe la ha salvado, porque se ha puesto en camino por amor. Feliz porque se sabe amada profundamente por Dios.

La alegría llega a casa de Isabel y Zacarías. La alegría está en el pecho de María. Allí, en su alma. En su seno lleva a Cristo. La alegría hace saltar a Juan.

Me gustaría que mi llegada a cualquier sitio alegrara a otros. A veces no es así. No siempre alegramos. A veces estamos angustiados, tristes, preocupados y nuestra vida no es causa de alegría. Queremos pedirle a María que nos enseñe a visitar a otros llevando alegría.

María nos habla de pureza virginal. Es la Inmaculada que nos ama. La palabra pureza se ha llenado muchas veces de una perfección inalcanzable. Nos parece esa montaña nevada, en estado virgen, a la que es imposible llegar.

Los puros son aquellos que no pecan, que no caen. Y por eso uno descarta este atributo de su vida. Es imposible ser puro. La pureza es un don propio de María Inmaculada. Y Ella no tuvo mancha. Nosotros no miramos con pureza, no tenemos una mirada limpia.


Decía el Padre José Kentenich: “No somos nosotros los causantes de nuestra actividad. Sino María. Cuanto más nos esforzamos en mantenernos limpios y sin mancha tanto más nos ensuciamos”.

Nosotros sí tenemos mancha. Es tal vez por eso que he necesitado tiempo y la ayuda de alguna persona para entender el verdadero sentido de la palabra pureza.

Y escucho en mi corazón: “Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios”. Y claro, yo quiero ver a Dios, quiero ver su rostro y tocar su manto. Quiero adentrarme en su mirada.

Si para eso necesito un corazón puro; ese es el camino. Pero, ¿quién es puro? ¿Quién puede permanecer puro en medio de los hombres, rodeado por el mundo?

La pureza surge y crece en lo más hondo del corazón. Miramos a María y alabamos su pureza: “Bendita sea tu pureza y eternamente lo sea, pues todo un Dios se recrea, en tan graciosa belleza”.

María es pura. Pero no sólo porque en Ella no hay pecado. No sólo porque su corazón es templo de Dios y morada del Espíritu Santo. No sólo porque su sí abrió las puertas de la carne a un Dios todopoderoso.

La pureza de María tiene que ver con su fidelidad, con su amor apasionado que quema con su fuego todo. No es una pureza helada. Tiene que ver con esa mujer firme que ama al pie de la cruz.

María estuvo firme y fiel ante el ángel. María se mantuvo firme ante la cruz. Allí, de pie, sosteniendo el cáliz junto a su Hijo. En ese momento, la única corona que quería recibir era la de su hijo, una corona de espinas.

La pureza tiene que ver con integridad, con fidelidad. María es la mujer íntegra, en quien alma, corazón y vida están unidos, en perfecta armonía. Por eso necesitamos entregárselo, para que Ella lo posea:

A ti, celestial princesa, Virgen sagrada maría, yo te ofrezco en este día, alma, vida y corazón. Mírame con compasión, no me dejes, Madre mía. Le entregamos todo lo que somos.

Le entregamos nuestra vida, para que Ella nos haga puros. Para que todo nuestro ser sea de Dios. Para que nuestros pensamientos, anhelos, sueños, palabras, gestos, sean de Dios. ¡Qué difícil a veces! ¡Qué milagroso cuando sucede!

La miro a Ella y se lo entrego todo. Le entrego mi sí. Tal vez por ahí empieza todo. Tengo tantos motivos para decirle que sí a Dios. Sí a mi vida, sí a mi presente. Sería bueno que cada uno pudiéramos hacer ese ejercicio.

Repetir nuestros síes de rodillas como hizo esta persona:

Sí a vivir cerca de ti. Sí a tocar tu manto, Señor, cada mañana. Sí, a confiar en mis inseguridades y miedos, cuando pienso que podía dar mucho más, que podía salir más al encuentro de los hombres y por miedo me quedo en mi zona de confort.

Sí a los desafíos que me presenta la vida. Sí a la renuncia a una vida diferente. Sí a la enfermedad que pueda venir. Sí a la pobreza y al desvalimiento. Sí a dar la vida por aquellas personas que me confías, a veces torpemente, otras entregando lo poco que yo sé.

Sí a los pequeños fracasos, cuando me critican o juzgan. Sí a mis infidelidades, a mis inconstancias. Sí a caminar contigo donde Tú vayas. Sí a mis límites y carencias.

Sí a mi pasión por la vida, a mi espíritu impulsivo. Sí a mi capacidad de amar. Sí a mis debilidades en las que me veo frágil. Sí a mis inmadureces, cuando no doy la talla, cuando me enfado por tonterías, cuando dependo del mundo.

Sí a mis amigos, a mi familia. Sí a los que más me cuestan, a los que no me quieren. Sí a mi pecado, que me recuerda que estoy hecho de barro.

Sí a mis amores a veces inconstantes, a veces superficiales, a veces dependientes. Sí a toda mi vida con su grandeza y pequeñez. Te la entrego entera. Sólo quiero decirte que sí. Que hoy, como siempre, se haga tu voluntad, se haga según tu palabra».

Lo repetimos con humildad. Lo entregamos en silencio. Como María, ante el ángel, ante Dios. Lo hacemos conscientes de que solos no podemos. De que Dios nos sostiene y levanta. ¿Qué sí me cuesta más entregarle a Dios?


[1] J. Kentenich, Niños ante Dios
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios

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