La última venida de Cristo es un anuncio gozoso, no algo terrible, una catástrofe, un dies irae.
Hubo un tiempo en que los predicadores tenían éxito cuando amenazaban a sus oyentes con la inminencia del fin del mundo. Tampoco faltan hoy personas que le dan una gran importancia a las noticias que provienen de visiones personales, difundiendo con frecuencia una atmósfera de predicciones que no tiene por qué ser verdaderas. La conciencia de corrupción general, por ejemplo, está tan extendida que algunos profetizan grandes catástrofes; incluso afirman que ellas están anunciadas en el Apocalipsis.
¿Qué decir, hermanos? Primero de todo que, aunque no creemos a los profetas que se autodefinen como tales, ello no significa que no tomemos en serio las enseñanzas sobre los últimos acontecimientos respecto al hombre y al mundo en la revelación cristiana.
No podemos aceptar, sin embargo, que el cristianismo sea sólo un sistema de opiniones establecidas de una vez para siempre. El cristianismo es la vida que comienza en Cristo, crece y madura, tanto en los individuos como en la Iglesia entera. Y la Iglesia es la comunidad de los que con fe y con esperanza esperan el reino o el reinado de Dios que debe consumarse. Quiere esto decir que vivimos los cristianos esperando las cosas futuras. La esperanza cristiana se orienta al futuro, pero está siempre bien arraigada en un acontecimiento del pasado.
¿Nos preocupamos y nos preocupan “lo último”, las “postrimerías”? Muchos piensan que esta vieja Europa se ha olvidado de la llamada “escatología”, las “cosas finales”. Es algo muy real, pero tiene mucha sabiduría cristiana igualmente pensar que “Mi reino no es de este mundo” -en palabras de Jesús-, pero es para este mundo”.
Por eso la Iglesia desarrolló siempre una amplia actividad caritativa y misionera, edificó hospitales, institutos de promoción humana y escuelas. Y está orgullosa justamente de haber realizado y realizar hoy estas actividades en la historia. Ahora bien, tampoco es coherente con la fe cristiana olvidar las palabras de Cristo cuando dice que su retorno puede sobrevenir en cualquier hora, incluso esta noche. No debemos actuar como si no esperáramos ese retorno del Señor. Su venida es un anuncio gozoso, no algo terrible, una catástrofe, un dies irae.
La teología cristiana utiliza la palabra parusía para indicar todo lo que sucederá al final de los tiempos, los últimos acontecimientos. Se incluye en ellos la venida de Cristo sobre la tierra, la resurrección de los muertos, el juicio divino definitivo sobre lo que sucedió en la tierra, el cielo nuevo y la tierra nueva, la visión de Dios o la condenación eterna. Esto es lo que creemos los cristianos.
El hombre que espera, sin embargo, puede comportarse de diferentes modos. En la espera de los últimos acontecimientos nos produce temor el hecho de que nos sorprenderá. Está escrito que nadie conoce ese día, ni los ángeles, ni el Hijo, sino sólo el Padre (cfr. Mt 24,36). Eso es cierto. Pero sería injusto que el cristiano mirase el fin de la historia como una catástrofe que destruye todo el trabajo humano y los esfuerzos en aras del bien, pues entonces no nos quedaría más que cruzarnos de brazos y esperar el fin. Nada es más repentino que la muerte del hombre, pero esperamos que cada uno de nosotros llegue a la muerte en las manos de la Providencia en el momento justo. Dios no actúa jamás casual e imprudentemente. Sus razones son ocultas, pero son razones.
Él ha dado pruebas de su amor al hombre: ya ha aparecido su benignidad: Cristo, su Hijo bien amado, nacido en Belén, cuya vida entregada por nosotros nos ha llegado por la gracia de la justificación en el Bautismo, la iniciación cristiana. El Padre nos espera siempre en el campo de la Iglesia, donde maduramos y crecemos en nuestra familia y en la familia que es la parroquia, nuestra comunidad. Aceptemos a Jesús en su primera venida y cuanto esto significa: no tendremos miedo de su segunda venida.
Monseñor Braulio Rodríguez Plaza, arzobispo de Toledo (España). Artículo publicado por SIC