La misión de la Iglesia es ser signo de esperanza en medio del mundo que corre desesperado sin saber para dónde
La Iglesia es un signo de esperanza en medio del mundo que corre desesperado sin saber para dónde; ella es antorcha en medio de las tinieblas que amenazan con dejarnos definitivamente en la oscuridad y la perdición; es sal de la tierra para evitar que la contamine irremediablemente la podredumbre del pecado. Esa ha sido su misión y tarea encomendada por el Salvador del mundo.
Con esta certeza que le acompaña desde siempre año tras año se pone en la tarea de iluminar las realidades que van apareciendo en el camino de la evangelización y se convierten en un reto para ella: ser fiel a su Maestro, amando al hombre como principio, medio y fin último de su trabajo, discerniendo la interpretación de las Escrituras para hacerla digerible a cada uno de sus hijos y otorgando a cada uno de ellos la Gracia por medio de sus sacramentos.
Cada año ella propone una bitácora para la reflexión y el ejercicio pastoral y ha querido que el 2015 sea el Año de la Vida consagrada y continuación del trabajo sinodal en torno a la familia cristiana.
En cuanto al primer punto el objetivo inicial es recordar con “grata memoria” el decreto conciliar Perfectae Caritatis del concilio Vaticano II sobre la renovación de la vida consagrada en medio de las debilidades y miserias que nos envuelven como humanos. Ha sido el mismo Papa Francisco quien ha querido “proponer a toda la Iglesia la belleza y la preciosidad de esta peculiar forma de seguir a Cristo, representada por todos los que decidido dejarlo todo para imitar a Cristo”.
Desde el punto de vista de la fe, la reflexión en torno a la vida consagrada no sólo compromete a los religiosos a reencontrar aquel “amor primero” que un día los eligió y les permitió responder con generosidad a dicha vocación, sino también trae consigo la responsabilidad de todos los fieles laicos para que encuentren en todos los ellos la gran fuerza renovadora de Cristo que invita a vivir la experiencia del Reino desde la pobreza, la castidad y la obediencia evangélica.
La vida consagrada es, sin duda alguna, una “bofetada” al mundo contemporáneo que ve la felicidad y la razón de ser de la vida fundamentada sobre bases de placer y de posesión; allí donde mil piensan que “tener” lo es todo, hay uno que cree que “ser” es lo más importante.
El otro tema a reflexionar este 2015 tiene que ver con el sínodo de la familia que es continuación a la reflexión iniciada en 2014. El profundo amor que como cristianos debemos tener por esta pequeña iglesia doméstica, célula de la sociedad, amenazada por fuerzas que se mantuvieron escondidas durante muchos años pero que hoy han salido a la luz pública disfrazada de “derechos de las minorías” y que han querido imponer una nueva forma de unión y de vínculo esponsal, distinto al querido por Dios, debe hacernos permanecer en vigilia para defender con la fuerza de la verdad la integralidad y dignidad de la familia cristiana.
Enarbolar la bandera de la santidad familiar, de la indisolubilidad y unidad matrimonial no es en modo alguno condenar las diferencias existentes sino clarificar todo aquello que nos ha sido legado por el Señor en su Revelación. Diferenciar no es satanizar sino educar a los que hacen parte de esta familia de Cristo acerca de las instrucciones del Maestro. La Iglesia está para ello, independientemente de todos los ataques de lo que pueda sufrir por defender la verdad de las Escrituras y del mensaje inmutable de nuestro Salvador.
La tentación de “modernizar” nuestro pensamiento para no quedar a la zaga del mundo siempre estará al orden del día; nadie quiere parecer retrógrado, ni medieval, menos aún de pensamiento oscuro; pero el evangelio es justo lo contrario: orden en medio del caos y luz en medio de la ceguera que producen las ideas incandescentes que quieren conquistar a los incautos.
Pero estos temas no son exclusivos de quienes detentan la autoridad en la Iglesia sino de todos. Nuestra oración, adhesión al evangelio, defensa de la familia cristiana, rescate de la necesidad de hombres y mujeres que se consagran a Cristo por el Reino de Dios debe hacer parte de nuestras prioridades eclesiales y sociales.
No podemos quedar a merced del mal, es el Espíritu de Dios quien suscita la importancia de continuar defendiendo lo que ha sido otorgado por él como un don inestimable de su amor.