Un año para que todos nos acerquemos a ellos y aprendamos de ellos
Esta semana he sabido que se abría el proceso de canonización de un santo joven sacerdote que tuve la gracia de conocer personalmente: Eduardo Laforet.
Ambos llegamos a Burgos a estudiar teología en 1981. Éramos muy jóvenes. Él pertenecía a los Cruzados de Santa María, fundados por el Padre Morales.
El 13 de mayo de ese mismo año san Juan Pablo II fue víctima de un disparo en la plaza de San Pedro. Eduardo ese día, al ir a comulgar en la misa, sintió dentro de sí que debía ofrecer su vida por la del Papa.
En el momento de comulgar se ofreció a Jesús por el Papa, y al llegar al banco para dar gracias, sintió que el Señor había acogido su petición.
Yo supe de esta historia cuando a Eduardo se le diagnóstico, estando en Burgos, una leucemia. En 1984, el año en el que recibió la ordenación sacerdotal, Eduardo entregó su vida a Dios.
Le recuerdo como un joven con una alegría desbordante, muy amante de la Virgen María, muy celoso por la evangelización de los jóvenes. Recuerdo que una vez le consulté los apuntes de unas charlas que daríamos algunos jóvenes precisamente en una vigilia de la Inmaculada.
No recuerdo lo que me dijo, pero sí que salí contento por la oportunidad de hablar de ello con él. Y recuerdo que pensé que aunque era otro estudiante como yo, en él resplandecía una sabiduría especial, y un trato exquisito.
Como Eduardo, hay miles y miles de consagrados y consagradas a Dios, tanto en las órdenes religiosas con abolengo en la historia y en la vida actual de la Iglesia (franciscanos, dominicos, salesianos, jesuitas, agustinos, etc…), como en los nuevos institutos de vida consagrada suscitados por el Espíritu Santo en los últimos dos siglos.
Todos ellos son de una generosidad desbordante, de una entrega valiente y desmedida. No por casualidad todos los años aparecen en la primea línea de las listas de los mártires por la fe o por la causa del Evangelio.
Son intrépidos apóstoles, audaces combatientes de los principales males que acechan al hombre de hoy. Los consagrados tanto en la clausura como en la vida misionera, educativa o pastoral de la Iglesia, son como los marines del pacífico ejercito del amor de Cristo.
En este año de la vida consagrada, el Papa nos los presenta a todos nosotros. No es sólo un año para ellos. Es un año para todos, y para que todos nos acerquemos a ellos y aprendamos de ellos. Como debí haber hecho yo con Eduardo. Conviví con un santo en mi juventud. Y no reparé en ello.