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Quien te descubre el paraíso único que llevas dentro

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 15/11/14

En mí hay un lugar de cielo donde Dios habita y donde muchas veces yo no estoy porque me ausento buscando en la corriente de la vida vestigios de eternidad

Jesús se detenía y observaba. Miraba el corazón del hombre. Comía con los pecadores y veía en ellos el reflejo de Dios, su luz, su amor.

Jesús hacía lo que describe Miguel Ángel: «Vi el Ángel en el mármol y tallé hasta que lo puse en libertad. En cada bloque de mármol veo una estatua tan clara como si se pusiera delante de mí, en forma y acabado de actitud y acción. Sólo tengo que labrar fuera de las paredes rugosas que aprisionan la aparición preciosa para revelar a los otros ojos como los veo con los míos».

La mirada de Jesús descubría al hombre que hay en nosotros. Y así podía tallar el bloque de mármol, porque lograba ver el ángel en su interior. Nunca vio masas a su alrededor. Vio al que tenía hambre, al que tocaba su manto, al que lo observaba desde lejos algo incrédulo, al ciego que lo necesitaba.

Tenía la capacidad de ver el ángel encerrado en el mármol de nuestro cuerpo. Tenía el don de descubrir nuestra belleza tantas veces cubierta de barro. Lo hizo en su vida entre los hombres. Lo sigue haciendo hoy cuando nos mira.

Para Jesús no somos nunca parte de un grupo, tenemos nombre propio y apellidos. Nos enseña lo importante, no podemos amar una masa de personas, amamos sólo cuando lo hacemos individualmente. Amamos al hombre, a cada hombre, así lo hace Dios.

Jesús usaba su lupa para ver el corazón, para descifrar los enigmas del alma humana. Así, uno por uno, habitando en cada persona, acariciando sus miedos, despertando sus sueños.

Una lupa nos permite observar lo que sucede con detalle. Con la lupa vemos lo que de verdad ocurre, lo que vivimos. Miramos y vemos debajo de la superficie.

Como esos niños curiosos que quieren conocer el secreto de la vida. Encontrar tras la pintura el alma de las cosas. La huella del artista. El sueño del creador. La magia escondida. El secreto bien guardado, oculto, misterioso. Nos gusta ver si las cosas tienen verdad, si son auténticas.

Desentrañamos las entrañas de la tierra, jugando con los sueños, acariciando lo sagrado. Es lo más importante, saber lo que se esconde bajo la superficie del mundo. Llegar más hondo. Ver más allá de la apariencia.

Ahondar en el cauce, sumergirnos en la vida escondida. Bañarnos en esa agua profunda y llena de vida. Mirar más allá de lo visible. Ver con el alma, con el corazón apasionado.

La apariencia a veces nos engaña. Si nos quedamos en ella el mundo puede ser gris, todo igual, todo monótono. No queremos pasar de largo ante la vida. No queremos pasar nada por alto. Nos detenemos con nuestra lupa, con nuestra mirada. Lo observamos todo.

Mirar con lupa la vida es fundamental. Para no perdernos lo importante. Para no juzgar la realidad sin conocerla bien. La lupa nos permite conocernos mejor también a nosotros mismos. Es fundamental.

Saber quién soy yo, qué talentos ha puesto Dios en mi corazón, para qué sirvo, para qué estoy recorriendo este camino. En ese lugar Dios quiere habitar, en mi historia, en mi tierra. En ese espacio sagrado que tan bien conoce Él.

Ese espacio santo en el que muchos hombres van a conocerlo a Él. Allí brilla mi ideal personal, el ángel escondido en la roca, ese sueño que Dios dibujó al crearme y que ahora duerme, ese canto que compone con mis pobres notas algo desafinadas, ese paisaje grabado con su pincel preciso y oculto bajo mis borrones.

El camino que en parte ya poseo y en parte anhelo, sueño y vislumbro; ese camino en parte hollado y en parte aún deseado, desconocido y hallado. Ese ideal es el nombre de mi propio templo, de mi corazón, de mi vida sagrada, tocada por Dios.

El nombre con el que resuena todo mi ser, las fibras más profundas.

Allí donde lo conozco a Él y me reconozco a mí mismo. Allí, oculto en mis entrañas estamos los dos creando, construyendo. Él habita en lo más sagrado de mi vida.

Pero muchas veces no lo busco, no lo encuentro, desaparezco de su lado. ¿Lo conozco? ¿Cómo construyo yo mi vida, mi casa, mis sueños? ¿Construyo sobre Él, con Él? ¿Quién soy yo, en realidad?

Queremos construir sobre la roca más honda de nuestra alma. A veces nos quedamos anclados en la superficie. Y la corriente de la vida nos lleva. En lo más hondo de mi ser soy yo mismo. Allí todo tiene una resonancia especial, resuena con fuerza, todo vibra.

Es ese espacio santo sobre el que hay que construir. Allí donde la vida cobra un color más hondo y auténtico. Allí donde estoy yo solo con Dios, sin tener que defenderme de nadie.

En ese lugar santo me encuentro con mi verdad y con la verdad de Dios sobre mi vida. Con su aceptación y respeto. Allí me siento amado en lo que siento y decido, en lo que vivo y sueño, en lo que amo y proyecto. Es el lugar en el que Jesús es la roca sobre la que se asiente mi vida.

En ese lugar santo habitamos Dios y yo. Allí, mirando por mi lupa, veo mucho más de lo que intuyo. Allí me veo y veo el rostro de Jesús. Su rostro que me mira. En mí, en lo más hondo de mi alma, está escondido su rostro, la huella de Dios.

En mí hay un lugar de paraíso, de cielo, donde Dios habita y donde muchas veces yo no estoy. Porque me ausento buscando en la corriente de la vida vestigios de eternidad. Queriendo retener torpemente los minutos con mis dedos.

Es necesario que vuelva a Él. Somos de Dios. Pero a veces se pierde el ancla y nos dejamos llevar por la corriente. En mi alma, mirando con lupa, está Dios. Allí vuelvo. Allí descanso y vuelvo a echar el ancla.

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