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Unamuno, el filósofo que anhelaba a Dios y no tenía esperanza de encontrarlo

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Ignacio Pérez Tormo - publicado el 14/11/14

Este insigne escritor, un gran desconocido para los católicos hispanos

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El tiempo sitúa a Miguel de Unamuno en la Generación del 98, aunque se individualizó pronto frente a los escritores de este grupo literario. Entre ellos, fue el mayor receptor de influencias extranjeras. Así recibió la secularización del racionalismo europeo, siendo importante para él la influencia de Hegel.

Para sus coetáneos, tras la pérdida de las últimas colonias del país, la cuestión de referencia era la de España. Pero en Unamuno no se daba este interrogante porque tenía muy claro que España es su religión … hasta mi Cielo es español. En este artículo veremos cuál era la percepción que tenía Unamuno de las cosas desde su sentido religioso.

Literariamente se encontraba más cerca de Calderón que de sus congéneres. Con el poeta compartía la idea de que la vida es un sueño. En Niebla (1914), el protagonista Augusto Pérez va a visitar a Unamuno porque es su creador y le dice que, al igual que él, Augusto es un ser soñado; también Unamuno existe porque es un sueño de otro.

Hará bien en rezar por que Dios no despierte, pues si lo hace, morirá. De igual manera, dice Augusto que nosotros, los lectores, existimos porque alguien nos está soñando.

Ciertamente el escritor vasco tenía peculiaridades, las cuales han dado lugar a un adjetivo que incluso está incorporado al diccionario: unamuniano. Sin embargo en su juventud tenía los mismos sueños y anhelos que cualquier otro ser humano.




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Al principio, cuando Unamuno era feliz

Amarlo todo, comprenderlo todo. Este es el lema de su juventud, que refleja un sentimiento típico de Castilla. Esta visión práctica le llevaba por ejemplo a opositar cuando tenía necesidad de aposentarse socialmente.

Así lo relata un amigo de la infancia: Al comparecer ante el tribunal respetable, sacaba sin turbarse la papeleta de la suerte. Y rompía a hablar: “Sobre esto, fulano dice … y mengano añade”… Cuando el éxito era indudable, cuando le bastaba callar para haber vencido,… añadía imperturbable: “Y yo digo…”. ¡Lo que decía él!… Los sabios profesores se decían confidencialmente: “¡Sabe más que nosotros!”. El resultado … era siempre el mismo: una calificación que proclamaba su sabiduría pero lo excluía de la cátedra. 

Ganó la cátedra de griego en la Universidad de Salamanca, diciendo la resolución: Ninguno de los candidatos sabe realmente griego, pero sólo uno, Unamuno, tiene capacidad para aprenderlo. Con esta cátedra pudo casarse y establecer su hogar en la ciudad helmántica. Fueron tiempos de gran felicidad: En los ojos de mis hijos hay esplendor de alegría y de vida.

Miguel de Unamuno
© Public Domain

Unamuno tenía grandes cualidades humanas, empezando por la inteligencia, el pensamiento práctico, valorar la familia. Las virtudes sobrenaturales, como la fe, son una añadidura, por lo que para sostenerse, precisan de aquellas. Pero esta humanidad puede fallar, romperse. Para Unamuno eran momentos de gran felicidad familiar. Sin mencionarlos sería imposible comprender el alcance de la crisis que se avecinaba.

Un familiar recuerda que cuando estaba dando clases, si un alumno se encontraba distraído, inopinadamente se dirigía a él y le preguntaba:

-¿Está usted preparado para la muerte?

El descenso empezó con el pensamiento de la muerte. De ahí pasó a girar todo en torno a esa idea. Finalmente, la fe no se sostuvo en un temperamento tan escrupuloso.

Los períodos intermitentes de fe

El especialista Charles Moeller atribuye estas crisis al efecto nocivo de las abundantes lecturas escogidas arbitrariamente y lo ilustra con un dato: tras su muerte, se contaron en su biblioteca hasta ocho mil volúmenes; además, de ellos casi todos estaban anotados.

Él mismo reconoció “la cantidad ingente de filosofía que me engullí”, que le provocó un desorden, no sólo en la fe, sino en las tendencias psicológicas profundas. De ahí que se alternaran en Unamuno períodos de creencia, con otros de incredulidad.

En España, había alguna de las orientaciones de la catequesis escolar en que se primaba la moral respecto a otros aspectos de la religión, lo cual impedía a los muchachos aceptarse como imperfectos, perdonarse sus limitaciones. De esta forma, las ideas de condenación se convirtieron también en obsesión temprana.

Este tipo de enseñanza de la religión, unida a la predisposición de su psicología escrupulosa, hicieron que Unamuno viera otro don volatilizarse.

Una esperanza desesperanzada

La esperanza cristiana se ha ilustrado como un puente que se apoya sobre dos pilares: uno es la llamada de Dios al ser humano y el otro, la promesa de salvarlo. Pero el de Unamuno es un puente tendido en el vacío, se apoya únicamente en saber que va a morir.

Este aspecto lo refleja en una novela San Manuel Bueno Mártir (1931). Su protagonista, Manuel Bueno, es un sacerdote rural. Sólo le distingue una cosa de los otros sacerdotes: Manuel Bueno no tiene esperanza. Cuando en la misa dominical reza el Credo, en la parte donde dice en la resurrección de los muertos, él calla.

Don Manuel Bueno, es el alter ego de Unamuno. Con la misma actitud del personaje, Unamuno pone su esperanza constantemente a prueba. No carece de esta virtud, pero en ocasiones se ofusca y pierde la conexión con las referencias permanentes: Dios y la resurrección, y el Cielo que promete.

Llama la atención que, a pesar de estas faltas de fe y esperanza, Unamuno no renuncie a la religión que heredó de su madre, practicó en una parroquia de un barrio popular y maduró en reuniones juveniles de los jesuitas en Bilbao.

Este contraste amontona las preguntas: ¿De dónde sacó las fuerzas Unamuno para continuar con la religiosidad que aún le quedaba? Y también, ¿a qué ámbitos dirigió su virtud?

Y a través de la oración 

Sus plegarias son líneas de diálogo que ascienden verticalmente hasta el Cielo. Y estas tienen su comienzo siempre en su ciudad: Salamanca.

Esta ciudad alimentará su oración. Recibirá las palabras del sol “que ha dorado las piedras de sus torres, sus templos y sus palacios”.

Al ser Salamanca una ciudad de luz, también es umbría. De ahí que le viniera la costumbre de mirar su propia sombra y, al caminar por los campos, le preguntaba a Dios “si él era algo más que una sombra, si era un hombre real, un hombre de carne y hueso”.

Esta pregunta, en que cuestiona la propia existencia, era recurrente entre los racionalistas. Es el pienso luego existo de Descartes. No es ajena a la naturaleza humana e incluso, puede resultar agradable a la razón. Y el hombre tiende a lo agradable, aunque en el fondo siempre está buscando a Dios.

Unamuno tenía predilección por los Cristos realistas, sangrantes, de la piedad popular. Estas figuras las observaba en las semanas santas de Bilbao y Salamanca. La atracción que sentía por ellas pone de manifiesto que la fuente de su oración es la Cruz de Cristo. Y este dolor de la humanidad del Crucificado es el que alimentaba su caridad.


CRUCIFIXION

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… al Amor al pueblo que le había sido dado

Al ver a Cristo con la Cruz, para Unamuno la actividad de amar sólo se realiza cuando hay dolor. Por esto el amor es compadecer, sufrir-con. Las penas personales, las de cada uno, las debe tragar el corazón, porque nuestro dolor sólo sirve de algo cuando se une al del pueblo: “Sólo el dolor del pueblo santifica”.

El enamorado vive para su pueblo, para perpetuarlo y perpetuarse. Por esto el hombre cuando se incorpora a un pueblo, se une al espíritu de este y así, se eterniza. Esta noción la defiende en Del sentimiento trágico de la vida, ensayo que fue incluido en el hoy derogado Índice de Libros Prohibidos.

Pese a que la idea de unirse el hombre a una sustancia espiritual para perdurar tiene la apariencia de herejía gnóstica, el rector de Salamanca no iba desencaminado, siempre que se le sepa entender, porque la incorporación al pueblo que peregrina, a la Iglesia, es lo que da la Vida.

Unamuno tuvo diversos pueblos: sus alumnos de Salamanca, las gentes de su tierra vasca, cuya lengua apoyó en su tesis doctoral, y su matrimonio, del que tuvo nueve hijos.

El pueblo que había recibido fue su amor. Y servirlo, su vocación.

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