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¡Deja de encasillar!

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/11/14
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No somos todos iguales, ¿sabes mirar a cada uno en su individualidad?
El otro día me encontré una lupa de trípode. Nunca pensé que a una lupa le hiciera falta un trípode. Siempre se aprende algo nuevo. Una lupa con trípode es estática, no la cogemos entre los dedos. Estamos acostumbrados a acercarnos la lupa al ojo para ver mejor algo.
 
Pero en este caso no hace falta. Basta con dejarla quieta sobre una superficie y así podemos mirar con distancia el objeto que nos interesa. Y es que la distancia ayuda muchas veces a ver mejor las cosas. Aunque parezca contradictorio.
 
Cuando estamos en medio de nuestra vida, de nuestros problemas, no logramos ver bien la realidad. Tenemos que alejarnos, tomar distancia, para poder ver con claridad dónde estamos.
 
Cuando nos miramos de lejos, lo hacemos con más objetividad, nos vemos como otros nos ven y somos capaces de relativizar las cosas. Tomar distancia es sano.
 
Esta lupa de trípode nos ayuda a mantener la distancia y, al mismo tiempo, nos permite mirar bien la realidad. Nos gustan las lupas, nos gusta mirar por ellas. La lupa deja ver las cosas con más claridad. Lo que no vemos a simple vista. Una lupa acerca la vida.
 
Un poco más cerca todo tiene más belleza, o más contenido. De lejos las cosas parecen todas iguales. De cerca son totalmente diferentes. Así es en la vida. Así es con las personas.
 
De lejos encasillamos fácilmente. Por la forma de vestir, por algún comentario, por su apellido, por las referencias. Cuando no conocemos a las personas las juzgamos y condenamos sin misericordia con más facilidad. Cuando las conocemos, el corazón se involucra y no lo hacemos tan fácilmente.
 
Si no distinguimos bien, acabamos metiendo en un mismo saco a personas muy diferentes. Sin lupa las personas nos parecen todas iguales, muy parecidas, no hay matices. Es como ver a una muchedumbre en un anfiteatro. Miles de personas juntas pierden su personalidad, su originalidad, son una masa.
 
Así es en la vida. De lejos nos masificamos. Nos hacemos parte de la humanidad, sin nombre, sin distinciones. Todos iguales. Todos los cristianos iguales, todos los sacerdotes, todos los políticos.
 
Pero cuando nos acercamos, cuando nos detenemos, cuando aplicamos nuestra lupa, la realidad cambia. Aparecen los matices, las sutilezas, la belleza propia. Entonces la persona tiene un nombre, unos rasgos, una personalidad, una misión, unos dones.
 
¡Qué fácil encasillar a los hombres! ¡Qué fácil meterlos a todos en un mismo grupo, sin matices! Me encantaría poder mirar así, como nos mira María, como nos mira Jesús. Individualmente a cada uno. Sin prejuzgar, sin buscar soluciones fáciles, sin querer dar respuestas inmediatas, aunque me las pidan.
 
Me gustaría no encasillar en grupos, no pretender que ya sé cómo es el otro antes de acercarme a ver su alma. Me gustaría tener más paciencia para ver la vida, hacerlo con lupa, no desde lejos. Acercarme a su realidad, con un respeto inmenso, de rodillas.
 
Y es que no somos todos iguales. La lupa nos ayuda a ver las diferencias. Acerca la vida. La miramos de cerca. 

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