La prostitución es violencia contra la mujer, aunque medie el dinero. Y la trata de blancas es una de las grandes esclavitudes de nuestro tiempo
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Seguro que ustedes han podido ver en alguna ocasión un reportaje sobre el tema de la prostitución en el que aparecía el mismo sorprendente testimonio: la meretriz que afirma estar encantada con su trabajo, al que se considera abocada más por el vicio que por la necesidad económica.
Cuando se incluye algo así en un documental, informe o reflexión da igual que después se acumulen declaraciones de otras mujeres cuyas terribles historias nos sobrecogen, porque queda en nuestro cerebro un poso con el que se nos intenta convencer de que hay prostitutas, sean más o menos, que ejercen su oficio por “vocación”. Existirán algunas que ganen mucho dinero, y que consideren éste como un gran aliciente, pero en ningún caso, en ninguno, hay mujeres que sientan “vocación” por este negocio.
Si tengo razón, se puede afirmar sin temor a equivocarse, y es lo que voy a intentar mostrar en las líneas siguientes, que la compra de servicios sexuales es siempre y en todo caso (también cuando median cantidades elevadas) una forma de violencia. Es más, y aunque parece que no es “políticamente correcto” decirlo, cabe añadir que la prostitución está íntimamente ligada a la trata de personas para la esclavitud sexual, ya sea con alcance local, nacional o internacional y, como digo, en todo caso a la violencia contra la mujer.
La Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito publicó su último informe sobre el tráfico de personas en el año 2012 (puede visitarse aquí), presentando un panorama estremecedor. Según la ONU si sumamos el número de mujeres adultas y el de las niñas nos encontramos con que aproximadamente el 76% de las personas que caen en las redes de tráfico de personas son mujeres, y de ellas más de dos tercios son convertidas en esclavas sexuales.
Es evidente que hablamos de un negocio oscuro y sobre el que es difícil acceder a datos concretos y fiables, pero el citado informe sitúa el número de personas que han sido objeto de trata en todo el mundo en más de 20 millones, lo que significa que la cifra de mujeres y niñas sometidas a esclavitud sexual globalmente supera los 10 millones, quedando la mayor parte de ellas escondidas en las cloacas de las sociedades europeas, americanas y de Oriente Medio. No exageramos al decir que ésta es una de las mayores lacras de nuestra época a la que, además, persigue una cierta impasibilidad pública, cuando no el beneplácito y colaboración de gobiernos y autoridades.
Los estados han reaccionado de formas muy distintas ante esta situación, sin que haya un acuerdo general sobre la mejor manera de abordarla. Algunos son escasamente activos, normalmente porque las mafias se han infiltrado significativamente dentro de los estamentos económico y político.
Sirva como ejemplo la situación que se vive en México o las denuncias de organizaciones como la Fundación Alameda en Buenos Aires que, con el apoyo explícito y público del entonces Arzobispo de Buenos Aires Jorge Mario Bergoglio, hoy Papa Francisco, ha puesto en evidencia hasta qué punto el crimen organizado ha logrado penetrar en los centros de poder de la capital argentina.
España aprobó en diciembre de 2008 un Plan Integral de Lucha contra la Trata con Fines de Explotación Sexual en el que, por primera vez, se comprendía que el mayor peso de este fenómeno, sobre todo en Europa, tiene que ver con la violencia contra la mujer, pero en el que no se consideró que la “prostitución voluntaria” fuese un problema que debiera abordarse desde esta misma perspectiva.
Siguiendo estas pautas los éxitos policiales han sido más bien escasos, como ha señalado el Defensor del Pueblo en su informe “La Trata de seres humanos en España: víctimas invisibles” (que puede consultarse
aquí), porque la justicia se ha visto perjudicada por una circunstancia que era razonable esperar, y es que el miedo, las coacciones y la violencia radical y de toda índole a la que son sometidas estas mujeres hace que sean muy pocos los casos en los que una víctima denuncie o declare contra sus proxenetas.
Finalmente el número de procesados y/o condenados por este delito, no sólo en España sino en todo el mundo, sobre todo si ponemos el dato en relación con el volumen de negocio que estas actividades generan, es ridículo.
La situación de América Latina es muy preocupante, como denunciaba una y otra vez el Papa Francisco que, como ya indicamos, ha tenido y sigue teniendo una honda preocupación por este fenómeno.
Desde el año 2008 Jorge Bergoglio celebraba una Eucaristía al aire libre en las cercanías de la Plaza de la Constitución, en Buenos Aires, en una zona sembrada de prostíbulos ilegales. Siempre lo hacía en torno al día 23 de septiembre, por ser éste el Día Internacional contra la Explotación Sexual y la Trata de Personas. Les invitaría a conocer, en particular, la última homilía que tuvo ocasión de pronunciar en Argentina sobre esta cuestión, en el año 2012 (se puede leer aquí).
En estos países el trabajo forzado es un problema de grandes dimensiones, que se agrava porque las mafias secuestran a jóvenes y niñas en plena calle, a veces con el consentimiento o incluso la protección de las fuerzas del orden, y las trasladan a prostíbulos de otros países, borrando sus huellas y sometiéndolas a una vida denigrante y brutal de la que les resulta imposible huir.
En Europa se cumplen quince años de un intento de terminar con la esclavitud sexual que es digno de nuestra atención. En el año 1999, el gobierno sueco se atrevió a encaminarse por una senda que nadie había transitado hasta el momento: comenzó a considerar la prostitución, siempre y en todo caso, como violencia contra la mujer y, en consecuencia, despenalizó su ejercicio y penalizó su consumo (por así llamarlo).
Junto a estas medidas penales impulsó un programa específico para dotar de atención y protección a las mujeres que abandonasen esta práctica. Tal vez les sorprenda que casi la totalidad de las mujeres que han dado este paso han sentido la necesidad de acogerse a medios extraordinarios para la protección de su integridad física.
Al cabo de tres lustros, el resultado de este combate decidido contra la explotación sexual es muy diferente al conseguido con otro tipo de iniciativas. Se calculaba que cerca de 15.000 mujeres y niñas eran introducidas en el país para ser obligadas a trabajar en lugares de lenocinio, mientras que en la actualidad este número no parece superar las 400 (600 según algunas fuentes). Mientras, la vecina Finlandia, ajena a esta política, ha superado ya los 17.000 casos anuales estimados.
La estrategia es justamente la contraria a la adoptada por países como Estados Unidos que, arrastrado por cierto moralismo que se revela, a la postre, inicuo, ha decidido perseguir ¡a las víctimas! sometiéndolas a una sucesión inútil de arrestos e incrementando la presión sobre sus vidas.
En España y en otros países se ha propuesto, en un sentido completamente contrario, la legalización de la actividad y la regulación de las meretrices, sin tener en cuenta que siempre que se ha optado por esta posibilidad se ha producido un incremento desmedido de la actividad de las mafias, a las que nada conviene más que un escaparate de inmunidad tras el que blanquear dinero y ocultar la verdadera naturaleza de su “negocio”.
Sin embargo, ya perdimos hace tiempo la ingenuidad que nos podía llevar a pensar que las leyes son como ensalmos de eficacia automática. De nada sirven si no van acompañadas de una toma de conciencia por parte del pueblo. Es preciso que exista una conciencia pública acerca de que la contratación de los servicios sexuales de una mujer supone someterla a una forma de violencia. Sin esta noción clara es vano pretender una lucha por la igualdad que, a la postre, se detiene allí donde es más necesaria.
Si viésemos un mapa del mundo en el que se introdujesen los datos con los que contamos al respecto (como éste) comprobaríamos que en la mayor parte del mundo se intenta terminar con la prostitución desde la hipócrita actitud de criminalizar a las víctimas que, de esta manera, se ven encerradas entre la violencia de las mafias y la violencia del estado.
Esta solución legislativa es la manifestación más evidente de que las mujeres que ejercen la prostitución sufren un extendido menosprecio social, y no sólo en estos países. Las menosprecian los clientes, pero también las fuerzas de seguridad y, por qué no decirlo, un altísimo porcentaje de hombres –aunque no utilicen sus servicios– y, también, de mujeres.
Es mentalidad común, aberrante mentalidad común, el considerarlas lo más bajo de la condición humana, muchas veces en la teoría y siempre en la práctica. Se las desprecia, no se mira de frente su humanidad y no se considera urgente procurar su libertad, su bien y su felicidad.
Tenemos que reflexionar sobre esta situación y creo que el ejemplo sueco, con una actitud inteligente y verdadera, puede ser un buen referente. No nos olvidemos de estas mujeres ni de estas niñas, porque a millones de ellas la salida del sol les anuncia cada día una nueva jornada de violaciones, golpes, vejaciones y esclavitud.