Siempre he escuchado del silencio de Dios. Cuando lo llamas y no responde, cuando le pides y no contesta. Es un vacío en nuestras vidas y clamamos:
—¿Dónde estás Señor? ¿Por qué tu silencio?
Ocurrió hace 10 años. Mi hijo recién nacido fue hospitalizado. Las cosas no iban bien. Dios callaba y no respondía mis oraciones. Quise visitarlo, verlo de frente, en el Sagrario. Y fui al Santuario Nacional del Corazón de María. Recuerdo ese momento, aún impresionado.
Me detuve frente al Sagrario. Estaba solo con Jesús. Y casi grito:
—¡Ayúdame!
Hubo un corto silencio y escuché una voz, como salida del Sagrario, que respondía:
—Ayúdame.
Por un breve momento que pareció una eternidad no supe cómo reaccionar.
Entonces sentí una mano que se posaba sobre mi hombro y escuché la voz que repetía:
—Ayúdame.
Me volví y vi frente a mí a un hombre tullido que me miraba acongojado. “¿De dónde salió?”, pensé. Extendió su mano y me dijo: “Ayúdame, no puedo trabajar, y apenas camino”.
Miré a Jesús en el Sagrario y le dije:
—Te la sabes todas.
Me sonreí y añadí jocosamente:
— ¡Contigo no se puede!
Me sentí feliz al comprender lo que me pedía: “Ser sus manos, sus pies, en esta tierra. Llevar consuelo, amar, ser misericordioso”.
La respuesta era muy sencilla: “Olvidarnos un poco de nosotros y pensar más en los demás. El resto, lo que necesitamos, vendría por añadidura”.
Ayudé a este buen hombre y nunca más le volví a ver. Fui una experiencia inolvidable.
Dios tiene formas muy simpáticas de responder nuestras plegarias. Lo que ocurre es que a veces no nos damos cuenta. Estamos concentrados en otras cosas y no prestamos atención.
He sabido de muchos que en la santa Biblia encuentran sus respuestas, otros en los sabios consejos de un sacerdote. Yo, en la Biblia, los sacerdotes, el sagrario, la oración y la confianza que Dios no me abandonará.