Como en Emaús, tantas veces nos gustaría que Jesús se quedara junto a nosotros, para darnos consejo, consuelo y afecto: Él se encuentra hoy en la Eucaristía
Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día [1] . «Ésta fue la invitación apremiante que, la tarde misma del día de la resurrección, los dos discípulos que se dirigían hacia Emaús hicieron al Caminante que a lo largo del trayecto se había unido a ellos.
Abrumados por tristes pensamientos, no se imaginaban que aquel desconocido fuera precisamente su Maestro, ya resucitado. No obstante, habían experimentado cómo “ardía” su corazón (cfr. Lc 24, 32) mientras él les hablaba explicando las Escrituras.
La luz de la Palabra ablandaba la dureza de su corazón y “se les abrieron los ojos” (cfr. Ibid. 31). Entre la penumbra del crepúsculo y el ánimo sombrío que les embargaba, aquel Caminante era un rayo de luz que despertaba la esperanza y abría su espíritu al deseo de la plena luz.
“Quédate con nosotros”, suplicaron, y Él aceptó. Poco después el rostro de Jesús desaparecería, pero el Maestro se había quedado veladamente en el “pan partido”, ante el cual se habían abierto sus ojos» [2] .
Así comienza la carta que Juan Pablo II escribió con motivo del Año de la Eucaristía. La escena de los discípulos de Emaús es de gran actualidad: Dios que se hace el encontradizo para acompañar al hombre en el camino de la vida; siempre acude a confortarlo y, en el momento malo, devuelve a los corazones la alegría y la esperanza perdidas.
Una vez logrado su propósito, el Señor desaparece y deja solos a aquellos dos discípulos de Emaús; pero es una soledad aparente, para quien mira únicamente con los ojos del cuerpo. En realidad, se ha quedado, para todos y para siempre, en la Eucaristía; de tal manera que la escena de Emaús se repite una y otra vez en nuestras vidas, siempre que lo necesitemos.
Jesús se ha quedado en la Eucaristía para remediar nuestra flaqueza, nuestras dudas, nuestros miedos, nuestras angustias; para curar nuestra soledad, nuestras perplejidades, nuestros desánimos; para acompañarnos en el camino; para sostenernos en la lucha. Sobre todo, para enseñarnos a amar, para atraernos a su Amor [3] .
¡Qué fácil resulta acercarse al Sagrario cuando contemplamos la maravilla de un Dios que se ha hecho hombre, que se ha quedado con nosotros! Vamos a su encuentro para abrir nuestro corazón y ser confortados como los discípulos de Emaús.
Entonces, cuando acudimos al Señor con esta confianza, la Eucaristía pasa a ser una necesidad; se sitúa como centro y raíz de nuestra vida interior, y –consecuencia inseparable– como alma de nuestro apostolado.
¿Acaso no ardía nuestro corazón?
La fecundidad del apostolado depende de nuestra unión con Cristo. Nosotros solos no podemos hacer nada: sine me nihil potestis facere [4] . Cada uno conoce su poquedad y experimenta con frecuencia las propias miserias.
Además, alguna vez podrán darse situaciones concretas en las que, debido al cansancio de la intensa jornada de trabajo o a las dificultades que encontramos en la labor apostólica, perdamos de vista la grandeza de nuestra vocación de cristianos y se apague en nosotros la llama que nos inflama para el apostolado.
En la Eucaristía encontramos la fuerza que nos sostiene porque le encontramos a Él. Es un encuentro personal en el que Jesús se dona y nos concede su eficacia.
Cada vez que acudimos necesitados a rezar delante del Sagrario, Cristo, al igual que hizo con los discípulos de Emaús, da sentido a nuestra vida, nos devuelve la visión sobrenatural, nos conforta en nuestras dificultades y nos llena de ansias de apostolado.
Omnia possum in eo qui me confortat [5] , con el Señor lo podemos todo quia tu es Deus fortitudo mea [6] . En este Sacramento, queda patente que la sangre de Cristo redime y a la vez alimenta y deleita. Es sangre que lava todos los pecados (cfr. Mt 26, 28) y vuelve pura el alma (cfr. Ap 7, 14).
Sangre que engendra mujeres y hombres de cuerpo casto y de corazón limpio (cfr. Zac 9, 17). Sangre que embriaga, que emborracha con el Espíritu Santo y que desata las lenguas para cantar y narrar las magnalia Dei (Hch 2, 11), las maravillas de Dios [7] .
La unión con Cristo nos embriaga con el Espíritu Santo, nos llena el corazón – ¿no es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? [8] – y nos lanza a proclamar las grandezas del Señor, a comunicar a los demás nuestra alegría, con el celo del mismo Cristo.
“Nonne cor nostrum ardens erat in nobis, dum loqueretur in via?” —¿Acaso nuestro corazón no ardía en nosotros cuando nos hablaba en el camino? Estas palabras de los discípulos de Emaús debían salir espontáneas, si eres apóstol, de labios de tus compañeros de profesión, después de encontrarte a ti en el camino de su vida [9] .
El cristiano puede recibir la buena semilla siguiendo los numerosos actos de piedad que forman parte de la tradición de la Iglesia: la Santa Misa, la oración delante del Tabernáculo –siempre que sea posible–, la visita al Santísimo, la meditación frecuente del canto Adoro te devote , las comuniones espirituales, la alegría de descubrir Sagrarios cuando vamos por la calle… Todo esto es un verdadero encuentro con Cristo del que salimos renovados para la lucha interior y el apostolado.
La unión con Cristo alcanza su culmen cuando lo recibimos en la Sagrada Comunión. En ese momento nos encontramos con Él de manera más plena, más íntima, nos va haciendo cada vez más ipse Christus .
Aprovechemos para hablar con Él de nuestros amigos, y pedirle que les remueve. San Josemaría nos lo dejó grabado: ¡Jesús se ha quedado en la Hostia Santa por nosotros!: para permanecer a nuestro lado, para sostenernos, para guiarnos. —Y amor únicamente con amor se paga. —¿Cómo no habremos de acudir al Sagrario, cada día, aunque sólo sea por unos minutos, para llevarle nuestro saludo y nuestro amor de hijos y de hermanos? [10]
Esta realidad es compatible con situaciones en las que no recibimos consuelo sensible en el trato con Dios, o pasamos por un periodo de mayor sequedad en la vida interior. Es entonces el momento de encontrarnos con el Señor en la Cruz, elemento imprescindible del apostolado.
Para convertirnos realmente en almas de Eucaristía y almas de oración, no cabe prescindir de la unión habitual con la Cruz, también mediante la mortificación buscada o aceptada [11] .
Llevar al encuentro de la Eucaristía
«Los dos discípulos de Emaús, tras haber reconocido al Señor, “se levantaron al momento” (Lc 24,33) para ir a comunicar lo que habían visto y oído. Cuando se ha tenido verdadera experiencia del Resucitado, alimentándose de su cuerpo y de su sangre, no se puede guardar la alegría sólo para uno mismo.
El encuentro con Cristo, profundizado continuamente en la intimidad eucarística, suscita en la Iglesia y en cada cristiano la exigencia de evangelizar y dar testimonio» [12] .
Proceder así es la reacción lógica de quien ha descubierto un bien –en este caso, el Bien– del que se pueden beneficiar las personas queridas.
Debemos conseguir “contagiar” –en nuestra labor apostólica– a cuantos más mejor, para que también miren y frecuenten esa amistad inigualable [13] .Hacer apostolado es poner a los hombres delante de Cristo: llevarlos al encuentro del Maestro, como llevó Andrés a Pedro o Felipe a Natanael [14] .
Para esto, hemos de acercar a nuestros amigos a los lugares por donde pasa Jesús; provocar el encuentro en el camino para que sean curados como el ciego de nacimiento, confortados como los discípulos de Emaús o llamados como Mateo.
Se llena nuestro corazón de alegría cuando realizamos un profundo apostolado de la confesión y de la Eucaristía con las personas que tenemos a nuestro alrededor. Cuando hay amistad resulta fácil hablar de Dios a nuestros amigos.
Se abren nuestros ojos como lo de Cleofás y su compañero, cuando Cristo parte el pan; y aunque Él vuelva a desaparecer de nuestra vista, seremos también capaces de emprender de nuevo la marcha —anochece—, para hablar a los demás de Él, porque tanta alegría no cabe en un pecho solo [15] .
Promover la cultura de la Eucaristía
El primer encuentro con Jesús para muchas personas será nuestro propio ejemplo, nuestra vida que busca la identificación con Cristo, y seremos instrumentos para llevarles al Maestro.
El ejemplo de una vida cristiana coherente arrastra, por eso no hemos de tener miedo a mostrarnos como cristianos y actuar como tales en medio del mundo.
Es una de las propuestas que Juan Pablo II realizó en numerosas ocasiones: «los cristianos se han de comprometer más decididamente a dar testimonio de la presencia de Dios en el mundo. No tengamos miedo de hablar de Dios ni de mostrar los signos de la fe con la frente muy alta.
La “cultura de la Eucaristía” promueve una cultura del diálogo, que en ella encuentra fuerza y alimento. Se equivoca quien cree que la referencia pública a la fe menoscaba la justa autonomía del Estado y de las instituciones civiles, o que puede incluso fomentar actitudes de intolerancia» [16] .
Testimoniar nuestra fe exteriormente es un derecho como ciudadanos y un deber como cristianos; es una conducta acorde a la dignidad de la persona y una respuesta al ansia que todos los hombres tienen en su corazón de conocer la verdad.
Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descansa en Ti [17] . Llevar a los hombres frente a la Verdad es el mayor bien que les podemos hacer, un bien que libera, que nunca es intolerante: conoceréis la verdad y la verdad os hará libres [18] . Nuestro testimonio de almas de Eucaristía dará la luz que permita a otros acercarse a la Luz.
Cuando, al llegar a aquella aldea, Jesús hace ademán de seguir adelante, los dos discípulos le detienen, y casi le fuerzan a quedarse con ellos. Le reconocen luego al partir el pan: El Señor, exclaman, ha estado con nosotros. (… )
Cada cristiano debe hacer presente a Cristo entre los hombres; debe obrar de tal manera que quienes le traten perciban el bonus odor Christi, el buen olor de Cristo; debe actuar de modo que, a través de las acciones del discípulo, pueda descubrirse el rostro del Maestro [19] .
La llamada, fruto del encuentro
Ante la triste ignorancia que hay, incluso entre muchos católicos, pensemos en la importancia de explicar a las personas qué es la Santa Misa y cuánto vale, con qué disposiciones se puede y se debe recibir al Señor en la comunión, qué necesidad nos apremia de ir a visitarle en los sagrarios, cómo se manifiestan el valor y el sentido de la urbanidad de la piedad . Ahí se nos abre un campo inagotable y fecundísimo para el apostolado personal [20] .
Si nuestra vida es de verdad eucarística, si toda nuestra jornada gira en torno al Santo Sacrificio y al Sagrario, nos saldrá como algo natural dar doctrina a las personas que tenemos alrededor y llevarlas al encuentro de Cristo en la Eucaristía.
Cuando nos reunimos ante el altar mientras se celebra el Santo Sacrificio de la Misa, cuando contemplamos la Sagrada Hostia expuesta en la custodia o la adoramos escondida en el Sagrario, debemos reavivar nuestra fe, pensar en esa existencia nueva, que viene a nosotros, y conmovernos ante el cariño y la ternura de Dios [21] .
La persona que se acerca a la Eucaristía, encuentra personalmente a Cristo y se pone en situación de poder oír su llamada, la misma que recibieron los primeros doce y tantos otros personajes que, como narra el Evangelio, se cruzaron con Jesús en su camino: ven y sígueme .
Por L. Fernández Vaciero
Artículo originalmente publicado por Opus Dei