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¿Cómo afecta el estrés a la vida espiritual y cómo combatirlo?

Young businessman who sits on a chair at the top of the mountain and looks into the sky – es

© Patrick Foto/SHUTTERSTOCK

Centro de Estudios Católicos - publicado el 05/11/14

Los antiguos Maestros del Desierto tenían un método para recuperar la conciencia del amor de Dios

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Recientemente, mientras contemplaba un tranquilo atardecer a orillas del mar, me detuve a pensar cuándo había sido la última vez que reparé en una puesta de sol semejante, deslumbrándome con la belleza del océano y su enigmática inmensidad. Con la armonía y la perfección del oleaje. Con el ágil vuelo de las aves para coger un pez.

Hasta que inesperadamente una idea, apenas ansiosa, invadió mi atención: ¿La braveza del océano podría interrumpir aquella serenidad? ¡Cómo saberlo! En más de una ocasión, sin embargo, permitimos que tales pensamientos nos perturben. ¿Acaso de niños nos preocupábamos tanto cuando acudíamos a gozar de la playa?

Pensando sobre aquel atardecer, recordé la aguda observación del literato británico C.S. Lewis: «Nos preocupamos por el ayer. Nos preocupamos por el hoy. Nos preocupamos por el mañana. Sencillamente nos preocupamos».

¿Estos pensamientos nos convierten en personas exageradamente ansiosas y estresadas? No necesariamente. Todos nos inquietamos. El problema ocurre cuando la preocupación se vuelve ingobernable, invadiendo y asfixiando nuestro campo de conciencia.

La palabra “estrés” nos suena familiar; constituye un icono de la cultura. La mayoría de nosotros piensa que es sinónimo de preocupación. Si estás preocupado, estás “estresado”.

Sin embargo “estrés” tiene un sentido más amplio. Significa también cambio, una situación que suscita transformación. No importa si es una mudanza positiva o negativa. Ambas son estresantes.

Puesto de manera simple, el estrés es una reacción innata al cambio, a todo aquello que genera inestabilidad. El estrés está íntimamente relacionado con la ansiedad, pero puede transformarse en una intensa angustia al grado de sobrepasar los mecanismos biológicos y psíquicos de auto-regulación.

Uno de los primeros investigadores en fijarse en el estrés fue el endocrinólogo alemán Hans Selye, quien en los años treinta señalaba que el organismo reaccionaba drásticamente ante ciertas experiencias perturbadoras, tanto orgánicas, como psicológicas, denominándolas “estresoras”. Selye se refería particularmente al “sobre-estrés”, que debe ser objeto de nuestra alarma.

Como comprobaran Selye y otros investigadores, los estresores son hábitos, síntomas orgánicos e ideas que pueden causar desbordamientos emocionales. También actúan como estresoras aquellas situaciones que intentamos evitar: una enfermedad, algo que nos avergüenza, o la posibilidad de precipitarnos al vacío si tememos a las alturas. Quizá uno de los mayores estresores sea la ansiedad ante lo indeterminado.

No es novedad que nos expongamos a niveles elevados de estrés. Mientras ocurra durante momentos breves, y no nos altere demasiado, resulta gobernable.

Pero, como han descubierto los médicos y psicólogos, el estrés excesivo y constante puede afectar nuestro sistema cardiaco e inmunológico. Puede generarnos problemas gástricos y sobrepeso. También distorsiona nuestra memoria, favoreciendo los recuerdos aprensivos.

Las células cerebrales (neuronas) se comunican entre sí mediante “mensajeros químicos”, los neurotransmisores. Cuando la persona está expuesta a niveles exagerados de estrés, la comunicación empieza a deteriorarse. Al enervarse los mensajeros, sufrimos síntomas tales como insomnio, dolores generalizados, depresión y angustia.

Es común que huyamos de las presiones, buscando refugio, quizá, en la evasión. La persona es particularmente creativa para fugarse de la realidad y de los síntomas que le advierten que algo anda mal; pero aquello genera más ansiedad.

No es que falten realidades agravantes en nuestra cultura, favorecedora de las distracciones.

Diariamente debemos enfrentar situaciones como la “asincronía existencial”, aquel relativismo que cuestiona nuestros valores sobre el bien y la verdad.

Las personas sobre-estresadas caminan hacia el abatimiento. El Journal of Clinical Psychological Science advertía, tras un estudio, de las consecuencias nocivas de permanecer “rumiando” sobre los acontecimientos negativos, porque culminaremos obsesionándonos con lo que salió mal, antes de buscar soluciones a los problemas1.

Los investigadores también advertían que ciertas situaciones estresantes, inadecuadamente manejadas, imposibilitan las acciones necesarias para contrarrestar las formas de pensar repetitivas, cargadas de pesimismo, llamadas “catastrofistas”, y las conductas impulsivas que devienen de las creencias erróneas.

Actualmente, en nuestras culturas, muchas veces se pierde de vista la dimensión espiritual de la persona, enfatizándose más bien lo psicológico y orgánico. Indudablemente la realidad del estrés tiene una dimensión psicológica importante,que a menudo necesita un tratamiento terapéutico adecuado; pero ello no debe ir en detrimento de desplazar o ignorar la dimensión espiritual de la persona.

Las implicaciones del estrés van más allá de sus consecuencias psíquicas, debiéndose tomar en cuenta el notable impacto del sobre-estrés sobre la vida espiritual.

Ello ya fue percibido en la antigüedad cristiana, cuya espiritualidad favorecía la paz centrada en la seguridad del amor de Dios, antes que en las evasiones y el auto-engaño.

¿Estar afligido no es malo?

En las Bienaventuranzas, el Señor Jesús sale al encuentro de los abatidos. Entre los que se reunieron a escucharlo al pie de una montaña en Galilea abundaban las personas sufridas: los pobres, hambrientos, temerosos y adoloridos; eran los despreciados y perseguidos.

Ciertamente Jesús no estaba en capacidad de ofrecerles bienes materiales porque era sumamente pobre. Tampoco poseía una solución inmediata para cada una de sus angustias. Pero les anuncia: «Dichosos los afligidos, porque serán consolados» (Mt. 5,5).

Reflexionando sobre aquella sentencia, el papa emérito Benedicto XVI interrogaba sobre si era bueno estar afligido; incluso si era deseable denominar “bienaventurada” a la desolación.

Sin embargo Jesús estaba enseñando con paradojas. En el monte hablaba a personas que habían perdido la esperanza y que posiblemente ya no confiaban en el amor y en la verdad, situación que «abate y destruye al hombre por dentro»2. El Santo Padre también destacaba que entre ellos había personas ansiosas por la verdad. Otros estaban conmocionados por sus imperfecciones, deseando cambiar.

A ellos se ofrece Jesús con su testimonio de esperanza y reconciliación. Mateo recoge aquella invitación: «Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados, y yo les daré descanso» (Mt. 11,28). El Señor manifiesta que Dios está compartiendo nuestra vida. ¿Acaso no nos había enviado a su Hijo amado?3 «Dios no puede padecer, pero puede compadecerse», afirmaba san Bernardo4.

San Pablo señalaba como ideal la obtención de la paz interior, eiréne, que contrastaba con la confusión y el auto-engaño, favorecedor de la ansiedad. Para el Apóstol de Gentes era claro que Dios deseaba que las personas vivan en paz (Ver 1Cor 14,33.).

A los Filipenses les dice: «Por nada os inquietéis, sino que en todo tiempo, en la oración y la plegaria, sean presentadas a Dios vuestras peticiones, acompañadas de acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepuja todo entendimiento, guarde vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús»5.

Pero como gran conocedor del espíritu humano,

san Pablo entendía muy bien sus contradicciones, por lo que reclama precisamente a los cristianos laborar para obtener la «paz del alma», que está en sintonía con la salvación (Rom 15,13.).

Esta paz, fundada en la abnegación, la virtud y la entrega generosa, contiene la renuncia a la discordia; en concreto, el rechazo a las controversias necias que ofuscan el corazón y oscurecen la verdad (Ver 2Tim 2,23.). Más bien san Pablo favorece la escucha, la compasión y la oración.

Los antiguos monjes de Egipto recomendaban la confrontación de las creencias y las conductas opuestas al Evangelio. Más bien animaban a la paciencia que abre el ancho horizonte de la esperanza, educándonos en la visión de eternidad.

También enseñaban que la oración constituía la vía de la gracia santificante para enfrentar vicios capitales, como la pereza y la acedia, causantes de mayores angustias. Entendida generalmente como “desánimo”, la acedia suscitaba gravísimas dificultades morales y espirituales, particularmente la pérdida de la conciencia del amor de Dios.

En el siglo IV, san Antonio Anacoreta, padre del monacato egipcio, describió ciertos estados perturbados por el exceso de preocupación.

Para el santo monje las aprensiones espirituales desataban desórdenes interiores, así como temores, pensamientos confusos, abatimiento, desaliento, evasión de los ejercicios ascéticos, aflicciones, agudización de apegos desordenados, temor exagerado al dolor y a la muerte, inestabilidad de carácter, desazón ante la virtud e inclinación al pecado.

Evagrio Póntico (345-399), teólogo y místico del monacato primitivo, advertía que la persona podía lidiar con “estresores”, pero no le era posible cargar todo el tiempo con memorias negativas, rencores, miedos, culpas, ansiedades y frustraciones.

Incluso semejante estado de desesperanza podía transformarse en un vicio habitual, al punto de quebrar la voluntad y enfermar el espíritu. Evagrio hacía referencia a la importancia de la memoria, porque entendía que los recuerdos nocivos podían fácilmente arrancarnos de la paz y “cansarnos” de las cosas de Dios.

Los antiguos Maestros del Desierto practicaban la presencia de Dios, la llamada meme Theos, que suscita serenidad, esperanza y paz.

Los monjes también rezaban la “Oración del Nombre de Jesús”: «Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de mi pecador», un método de oración que tenía, entre otras finalidades, alentar una oración continua y recuperar la conciencia del amor de Dios, enseñanza primordial de Jesucristo.

Volviendo al atardecer frente al océano, ¿acaso el Señor Jesús no se recogía en la tranquilidad de las soledades cercanas al Mar de Galilea para orar al Padre? (Ver Lc. 5,16).

Por Alfredo Garland Barrón
Artículo originalmente publicado por Centro de Estudios Católicos

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