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La santidad se puede ver y tocar, sentir y encontrar. Nos gusta tocar a los santos vivos. Darles la mano. Escuchar su voz dirigida a nosotros. Su bendición. Porque al tocarlos sentimos que una fuerza especial nos ha llenado el alma. Porque están cerca y pertenecen al mundo de Dios.
Tienen los pies en la tierra y el alma pegada al cielo. Porque son hombres y ángeles al mismo tiempo. Porque tienen luz y esa luz nos hace brillar a su lado. Aman la vida, aman a Dios en los hombres, ven más de lo que nosotros vemos.
Los miramos de cerca y queremos que nos toquen. Jesús era tocado por los caminos. Los niños se acercaban y Él los bendecía. Como el Papa cuando entra en una sala abarrotada de hombres que buscan a Dios.
Muchos tocaron a Jesús sin fe. No cambió nada en sus vidas. No hubo milagro. Otros lo tocaron con mucha fe, y su fe los salvó, los cambió. Porque Jesús, al ser tocado, desprendía un poder que sanaba.
Tocar a los santos vivos nos sana, nos salva, nos cambia por dentro. Nos hace más de Dios. Nos anima a aspirar a las alturas.
Vivir al lado de los santos es lo que deseamos, caminando despacio, tocando su manto con fe. Dejarnos ayudar no por sus palabras, sino por su vida, por su testimonio, por sus gestos, porque es eso lo que nos salva.
Ver en el otro hecho realidad lo que parecía imposible. El corazón se alegra y quiere cambiar, quiere ser mejor. Porque Jesús pasó haciendo el bien, tocando y dejándose tocar. Y su amor cambió los corazones.
Por eso Jesús nos pide que amemos como Él, con compasión, poniéndonos al lado del otro. Dejándonos tocar, dando el mejor sitio a los demás, el mejor lugar.
Nos pide que comprendamos al otro desde lo que el otro es, no desde mí, desde su lugar, descentrados. Amar al otro como a mí mismo. Jesús nos pide que cuidemos al otro como nos gustaría que nos cuidasen a nosotros. Eso es la santidad, el amor de Dios obrando milagros en nosotros.
A veces medimos con una medida a los demás y a nosotros con otra distinta. Ofendemos sin darle importancia, pero nos duele si somos ofendidos. No comprendemos a los otros, pero queremos que nos comprendan siempre. ¿Con qué medida medimos?
En la Última Cena Jesús nos pide amarnos como Él nos ama. Es nuestra medida. El amor de Cristo. Eso nos descentra. Él va con nosotros y nos enseña a amar. Él ama en nosotros. Él nos sostiene. Desde su amor crucificado nos levanta. Es su amor entregado el que sana el mundo. Jesús se entrega del todo.
Le pido que me ayude a amar como Él. Quiero tocarle para que su amor me enseñe a amar. Desde mi pequeñez. ¡Cuánto nos cuesta descentrarnos y amar al otro con el amor de Dios!