Un nuevo concepto político: al poder por el pueblo aun a costa del pueblo.
La irrupción de “Podemos” en la realidad española nos ha puesto la política manga por hombro, quebrando el que parecía un inamovible bipartidismo en el que se había encauzado el torrente de la transición. A principios de marzo ni siquiera se trataba de un partido oficialmente constituido, y sólo ocho meses después aparece la primera encuesta (El País, 1 de noviembre) que lo sitúa a la cabeza en intención de voto. Es cierto que se trata de una “fotografía” particular: se produce tras una sucesión de escándalos que han empañado la imagen del Partido Popular, del Partido Socialista, de los sindicatos mayoritarios, de la patronal, de las antiguas cajas de ahorro, de algunas grandes empresas…, con lo que el ciudadano tiene la sensación de que mientras la crisis nos deja a los demás sin más agujeros en el cinturón, existe una élite política y económica que se está llevando los dineros.
En mi opinión la escalada de Pablo Iglesias y su formación no tiene que ver únicamente con los desaciertos de otros. Para muchos que han optado durante varias elecciones por algún “mal menor” aparece de repente una propuesta nueva e interesante que les hace recuperar la esperanza, sobre todo porque presenta una crítica al establishment que te lleva la cabeza de arriba abajo sin parar. Este logro sólo ha sido posible a través de una estrategia muy particular, que nunca antes se había dado en España y que merece nuestra atención.
Pablo Iglesias es un hombre delgado, barbudo e idealista, al que cabría retratar a lomos de un podenco blanco y adelgazado. Un castellano de pose y entereza, gesto serio y mirada revuelta. Él se comprende a sí mismo como un radical, exmilitante de Izquierda Anticapitalista, que justificaba y justifica sin ambages el uso de la violencia por parte de los exaltados del movimiento antiglobalización, primero, y del 15M, después, cuando se enfrentaban a las fuerzas del orden.
Sin embargo, su discurso dejó de ser radical a partir del año 2009, cuando comenzó a participar en los diversos debates sobre la refundación de Izquierda Unida y mostró un rostro pragmatista que desató las iras de muchos de sus antiguos compañeros. ¿A qué se debió dicho cambio? Nada menos que a la victoria de José Mújica, otro idealista que llegó a Presidente de Uruguay como adalid de profundísimas convicciones morales y cuya juventud estuvo marcada por su pertenencia a la guerrilla terrorista tupamaru. Él, y anteriormente Chávez en Venezuela, convencieron a Pablo de que es posible alcanzar el poder siguiendo un determinado modelo de acción popular adaptado a la realidad de las democracias europeas. Por eso dejó de lado el radicalismo resentido de las barricadas -que tiene siempre ese regusto amargo a derrota y minoría- por la estrategia política; y el idealismo puro por la rabiosa ideología.
De inmediato cayó sobre él la acusación de “populista”, por su sencillo y repetitivo discurso “anticasta” lleno de lugares comunes más o menos ingeniosos pero que, seamos sinceros, desnudan la terrible realidad de la sociedad corrupta y degenerada en la que vivimos y nos despiertan del sueño de una democracia que se ha quedado en lo que los politólogos denominan “estado de partidos”.
El populismo no es propiedad exclusiva de “Podemos”, aunque campea a sus anchas por los pocos programas electorales (dos) que hasta ahora nos ha presentado. Esta palabra designa de manera vaga a aquellos políticos que procuran decirle al pueblo lo que éste quiere oír, para así engañarle. Así definida ocupa todo el espectro político: nuestros representantes no mantienen un debate abierto en el que buscan la verdad y el bien común, sino una mojiganga ideológica en la que recurren a los argumentos que consideran les pueden llevar a mantenerse en el sillón o arrebatárselo al vecino. Así todos los partidos son más o menos populistas, como suele pasar en las democracias cuando las sociedades no están suficientemente maduras.
No es éste el problema. El problema es más bien ético. Habría que señalar como verdaderos “populistas” a aquellos que se dejan arrastrar por un tipo de corrupción muy particular, tal vez la peor de todas las posibles, que consiste no sólo en la inmoralidad de ocultar las verdaderas intenciones de la acción política hasta que se alcanza el poder (lo que lógicamente sólo se puede saber a posteriori), sino en presentar el discurso que mejor se corresponda con la mentalidad dominante para atraer votos de todas las posiciones políticas posibles, incluso apoyando medidas que serán imposibles de asumir o, lo que es todavía peor, que supondrán un menoscabo radical de nuestro bienestar, de nuestras libertades, de nuestra democracia y de nuestros derechos fundamentales. Es, pues, un nuevo concepto político: al poder por el pueblo aun a costa del pueblo.
Si esto es el populismo, desgraciadamente Pablo Iglesias es uno de sus paradigmas.
Sin embargo, si leemos con atención el programa electoral de “Podemos” caeremos en la cuenta de que sus líneas centrales no están ocultas, aunque sí redactadas entre frases hueras, mucha demagogia y excesos de retórica inconcreta.
La primera sorpresa es descubrir que se propone, en pleno siglo XXI, un modelo de estado confesional, en este caso laicista, en el que el gobierno se vuelve guardián de nuestras conciencias con un consejo de ministros transmutado en peculiar sínodo herético. Esto exige, como es lógico, la eliminación de la pluralidad educativa ya escasa para la imposición de un pensamiento único, sostenido por una red de medios de comunicación también públicos y por una cohorte de políticos posicionados en los consejos de administración de las grandes empresas y de los bancos (no se extrañen: en un párrafo se dice que los políticos se vayan de los bancos y en el siguiente que los copen. Basta leerlo).
El resultado es una democracia de escaparate, en algunos aspectos formalmente mucho más lucida que la actual, pero que esconde tras los maniquíes el predominio de los comisarios de partido, esos que hacen que los ideales pesen como adoquines y corten como cuchillos. “Podemos” propone que el estado te enseñe, que el estado te cuide, incluso -palabra de honor: ya digo que basta leerlo- que el estado te racione los alimentos con especial atención a una correcta nutrición, y a cambio tú no tendrás otro dios ni otra ley a la que obedecer que el Boletín Oficial del Estado.
No debe extrañarnos. Cuando un joven soñador se levanta en el escenario, con el dedo en alto, más tarde el puño, para decir que ser de izquierdas “es una actitud moral que después se rellena con ciencia” los que ya nos las sabemos escuchamos lo que de verdad se está diciendo: la mentira de que ser de izquierdas es estar cegado por una ideología que después se infla de lenguaje técnico preñado de pleonasmos, falacias, perífrasis y eufemismos que buscan ocultar lo que en el mundo hay para dejarlo reducido a lo que señale un discurso simplón, prefabricado y manipulador. De nuevo el mal de nuestro tiempo, la enfermedad del siglo, la gran carestía del pensamiento.
Otra vez nos encontramos con uno de esos partidos que representan la idea más caduca de una izquierda que requiere una urgente renovación (como ya señalamos en estas páginas) y que, a poco que le prestemos atención, muestra con toda claridad que ya ha recorrido hasta agotarse todo el camino de la izquierda para girar al final de la calle y ponerse a la cola de la dirección contraria.