El otoño nunca fue mi estación favorita. Esos vientos descarados y repentinos, ese lecho de hojas secas y empapadas en las aceras, ese medio calor medio frío… A mí siempre me trajo tristeza el otoño. Es el decaer de lo que algún día fue, la poda de aquello que todavía teníamos, la inevitable sequedad de lo que, dicen, volverá a brotar con más fuerza. Los cielos de otoño son grises, llenos de nubes, desagradables, antipáticos.
Con el tiempo, aún así, he aprendido a buscar la belleza también en este tiempo. El otoño esconde una hermosura madura, una quietud turbada e inquieta. El otoño es el camino de vuelta a casa, el grito de quien ya no quiere gritar más. Es una llamada al reposo, al recogimiento. El otoño es la antesala del silencio, la sala de espera de la madera que crepita en chimeneas y hogueras.
Yo también necesito volver de vez en cuando, alejarme de aventuras veraniegas, de explosiones y sueños primaverales, y simplemente volver a casa, al calor que se da sin pedir nada a cambio. ¿Qué sería de nosotros sin el otoño? ¿Qué sería de nuestra fe? ¿Qué sería de nuestros matrimonios, de nuestras familias? ¿Qué sería de nuestras comunidades, parroquias, instituciones? ¿Qué pasaría si siempre anduviéramos embarcados de aquí para allá, probando, soñando, creando, lanzando, renaciendo?
Reconocer la preciosa necesidad de este tiempo no me resulta fácil, a mí, enganchado a una vida llena de color y violines austríacos. Reconocer a Dios en el marrón de la hoja seca, que cae del árbol, es signo de sabiduría, de esa sabiduría que anhelo tocar con la punta de mis dedos.
@scasanovam