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3 pasos para iniciarse en la santidad

Huellas en la arena

© Esparta Palma / Flickr / CC

Carlos Padilla Esteban - publicado el 01/11/14

Reconocer mi pobreza y la santidad como regalo de Dios, tener una relación de amor con Jesús y darle mi sí

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La santidad a la que aspiramos es la santidad de los pequeños, de los niños que confían. Es la santidad del amor cotidiano, de los gestos de entrega sencillos.

Decía el Padre José Kentenich: «¿Qué entendemos por las pequeñas virtudes? Son virtudes extraordinariamente grandes, pero que se practican en la vida diaria, que hacia afuera jamás llevan el sello del heroísmo. Es lo cotidiano, lo ordinario. En la Familia hablamos de la santidad de la vida diaria. Hacer lo ordinario extraordinariamente bien»[1].

Una santidad de los pequeños gestos. Una santidad que consiste en hacer las cosas ordinarias extraordinariamente bien. Una santidad del amor que se entrega con libertad y con paz en el día a día.

Ser santos hoy no nos lleva a alejarnos del mundo. No, muy al contrario. El mundo de hoy necesita santos vivos y cercanos a los que poder tocar. A veces ponemos tan lejos la santidad de nuestras vidas que no creemos en la santidad humana de los que están más cerca.

Hemos vestido la santidad de perfección y no admitimos entonces los defectos en los santos. Ni los errores. Ni las caídas. Hemos dibujado una santidad de blanco y oro, de perfecciones inalcanzables y así nos hemos eximido de la obligación de ser santos.

Santa Teresita quería ser subida por el Señor como en un ascensor. La verdadera santidad pasa por dejar que Jesús nos tome en sus brazos. Pero no podemos ser santos sin intimidad con Él.

Una persona rezaba: «Gracias por ser roca rota, Señor. Tú lo sabes todo, Tú sabes cuánto te quiero. Estate siempre a mi lado. Que vea tu rostro, tus ojos, diciéndome que me amas muchísimo. Te entrego mi ancla. Ánclame en tu corazón para siempre y que los que más sufren puedan anclarse siempre en mí. Tú me velas».

Es imposible avanzar sin un amor personal a Él. Hace poco me contaban de unos cristianos que confesaban que ellos nunca le rezaban a Jesús. Me sorprendió la respuesta. Sin esa conversación cercana y personal con Jesús no crece nuestra vida interior. Es el amor del amigo que si no se cultiva se enfría.

Jesús es ese amigo desconocido para muchos. Un auténtico extraño en sus vidas. ¿No nos acompaña en todo lo que hacemos? ¿No volvemos hacia Él la mirada cada vez que nos sentimos solos? ¿No nos anclamos en Él? Sin profundidad en la mirada, sin profundidad en el encuentro, no podemos aspirar a la santidad.

La santidad siempre nos va a quedar grande. Porque es una gracia de Dios. Porque Dios nos reviste de su amor. Pero todo comienza con el reconocimiento de nuestra pobreza. Cuando asumimos que solos no podemos.

Una persona rezaba en Schoenstatt en la celebración de los cien años: «En esta tierra santa veo mi propio barro. Me veo tan pequeño, tan impuro. Tú arrodillada ante mí. Yo arrodillado ante ti. Veo tanto amor. Tanto respeto. Tiemblo. Me supera tanto amor. Es pobre mi corazón. Pobre y herido. Roto. La voz quebrada. ¡Cómo no alzar las manos y soñar!

 Es fácil soñar. Basta con ver lo que no veo. Oler lo que no huelo. Sentir lo que no toco. Todo tan fácil. Tan imposible. Sonrío. El alma quieta. Abierta. Como un cántaro. Como un cáliz al pie de tu herida. De mi herida. Me veo diminuto en este Santuario tan pequeño. Perdido a tus pies. Callo y pronuncio mi sí. Es lo que cuenta. A tus pies como un niño. A tus pies como un pobre.

Es difícil entenderlo todo. Muchas cosas no las entiendo. Pero pronuncio mi sí. El que te doy cada día. Gracias. Como un niño. Como el sol se eleva ante mí. Vuelvo a decir que sí. Me callo. Cojo el cáliz. Cojo la cruz. No me da miedo la vida».

Ser santos no tiene que ver con la perfección. Más que nada porque no podemos ser perfectos. Porque nos queda grande. Porque nuestra torpeza tiene poco que ver con una vida perfecta y sin manchas.

Aspiramos a la santidad como un don de Dios que pedimos cada día. Es el deseo que crece en el corazón. De nosotros depende. Queremos ser santos. Pero si no damos nuestro sí nada cambia. Dos caminos: o seguimos igual o nos ponemos en marcha. O nos arrastramos por la vida pensando que estamos cansados o seguimos caminando sin miedo a lo que haya de venir.


[1] J. Kentenich,
Conferencia 1963
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