¿Autoritaria? ¿Pasiva? ¿Afectiva? ¿Paternalista? Habla monseñor Livio Mellina¿Qué familia es realmente capaz de ser un adecuado sujeto educativo en el contexto de los desafíos contemporáneos? Se identifican ante todo algunos modelos preponderantes de familia, que por sus características son estructuralmente inadecuados para lograr el objetivo de una educación auténtica.
Se menciona en primer lugar la llamada “familia afectiva”, que plantea como elemento decisivo de las relaciones la dimensión afectiva, haciendo desaparecer la dimensión paterna de la autoridad y por consiguiente reforzando desproporcionadamente la figura materna (sentimentalismo materno), en una oscilación permanente entre la reafirmación incondicional de la seguridad y el recato afectivo.
En esto existe el peligro de confundir el amor familiar auténtico con un emotivismo que perjudica la tarea educativa encaminada a promover en la otra persona, en particular el hijo, la madurez de un individuo capaz de amar y trabajar, de insertarse en la sociedad y construir él mismo su propia familia.
La “familia autoritaria”, característica de un tipo de sociedad ya superado, pero todavía presente en cierta medida, puede describirse como un complejo orgánico de funciones entre las cuales emerge la voluntad de quien está en posesión de la autoridad paterna.
La educación se concebirá como la transmisión de normas que el educando debe aceptar e interiorizar porque provienen de la autoridad competente (“paternalismo”), mientras la virtud favorecida es sobre todo la obediencia, dejándose de lado la necesidad de una libre verificación personal de la propuesta que nace de la tradición.
Parece ser igualmente inadecuada para la educación la figura de la “familia pasiva”, que se limita a ofrecer a sus miembros, sobre todo a los hijos, lo requerido como respuesta a las necesidades básicas, delegando a otras instituciones sociales, sobre todo a la escuela pública, la tarea educativa, para cuyo desempeño la familia se siente incompetente. Aquí no se indica una propuesta de valor ni algún criterio de juicio, tal vez con la justificación de que nada se quiere imponer y en definitiva serán los hijos quienes deban elegir por sí mismos sus caminos.
Sin embargo, es posible prever que estarán a merced de los medios de comunicación y de los influjos más poderosos de la cultura ambiental sin que se les haya enseñado a reconocer un criterio interior de verdad sobre cuya base sea posible distinguir y elegir.
El testimonio y el riesgo educativo de la familia
Ante las insuficiencias que en la actualidad muestran estas figuras de realización de la familia y para que ésta asuma una correcta responsabilidad educativa, se requiere el testimonio y la valentía de una propuesta, que es preciso plantear en orden a la libertad de los hijos.
Los padres deben saber dar cuenta de la promesa de bien que, como fundamento de su relación de amor y del matrimonio, se encuentra también en el origen de la vida que han transmitido a los hijos y que, a medida que éstos crecen, plantea la urgencia de respuestas adecuadas de sentido para su cumplimiento.
Es preciso recordar ante todo que la competencia educativa no es de carácter técnico, sino humano; no está constituida por metodologías, sino por una atmósfera. Sólo se trata de dar cuenta de la propia vida y los motivos que la sostienen, que en particular determinan la relación de amor de los padres, de la cual surge también la vida de los hijos. Es una tarea sencilla, pero también especialmente imponente, y sólo se puede vivir a la sombra de una paternidad más grande, sobre la roca de ese amor del Padre en el cual todo tiene su origen y todo encuentra significado y cumplimiento.
Al comienzo se aludía a la necesidad de tomar conciencia de las dificultades actuales de la educación y especialmente en la transmisión de la fe. Ciertamente, existe ante todo una dimensión permanente en toda relación educativa y de la propuesta evangélica, que le otorga un carácter dramático y al mismo tiempo fascinante: apunta inevitablemente a la libertad del otro, llamada a una decisión. Ni los padres ni los educadores ni los amigos ni los sacerdotes o catequistas pueden sustituir la libertad del joven al cual se dirigen. La propuesta cristiana, lejos de evitar o enmascarar este desafío, está llamada, siguiendo el ejemplo de Jesús con los interlocutores de su época, a interpelar a la libertad de cada persona, buscándola, despertándola, provocándola, tal vez sosteniéndola, sin pretender jamás sustituirla.
A este rasgo esencial de la formación humana, que la califica como un auténtico “riesgo”, se suman hoy sin embargo nuevas dificultades propias del ambiente cultural en el cual vivimos y que contribuyen notablemente a obstaculizar el proceso de personalización por parte de los jóvenes. En particular, un obstáculo insidioso está constituido por esa dictadura del relativismo que, al no reconocer nada como definitivo, deja como última medida únicamente al propio yo con sus deseos.
Si no existe alguna verdad, entonces el hombre está condenado a vivir en la prisión de sus interpretaciones; si no existe alguna referencia ética absoluta, entonces estará a merced de sus cambiantes deseos y de sus intereses. ¿Cómo será posible edificar sobre estas bases una comunidad humana en la cual se respeten y promuevan la dignidad y los derechos de cada uno, y sobre todo de los más débiles? ¿Cómo será posible la educación en semejante horizonte relativista? Sin la luz de la verdad, tarde o temprano el hombre está condenado a dudar de la bondad de su propia vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su compromiso con la comunidad.
Si bien actualmente la tarea educativa de la familia no puede basarse en la autoridad indiscutible de la tradición y no puede contar con la fuerza persuasiva de un contexto cultural homogéneo, se abre sin embargo, precisamente en el núcleo de semejantes dificultades, un camino más arduo y originario para su desarrollo: el camino del testimonio. Con carácter central en la acción educativa contemporánea, como siempre advierte el Santo Padre, se revela la figura del testigo, que se convierte en punto de referencia precisamente en cuanto sabe dar cuenta de la esperanza que sostiene su vida.
Pablo VI recordó la actualidad especial de esta ley de la formación humana: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”. Es testigo realmente creíble aquel que, por experiencia directa, bien sabe lo que dice, y demuestra merecer confianza porque está involucrado personalmente con la verdad que propone.
Por otra parte, el testigo nunca remite a sí mismo, sino siempre a algo más grande que ha encontrado o –mejor dicho– a Alguien más grande, de quien ha experimentado y experimenta continuamente Su fiable bondad. Todo educador puede encontrar su insuperable modelo precisamente en Jesús, el gran Testigo del Padre, que nunca decía algo sobre sí mismo, pero hablaba tal como el Padre le enseñaba (ver Jn 8, 28). En eso se basa un auténtico cristocentrismo educativo.
Así se revela aquí la gran ley de la educación: sólo se puede ser padres si nunca se deja de ser hijos y de ser educados en primer lugar por Dios. Sólo “doblando las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra” (ver Ef 3, 14-15), es posible realizar, sin presunción y sin desaliento, esa obra de promoción de la vida, tan grande y delicada como para ser verdaderamente divina.
Fragmento de un artículo publicado por monseñor Livio Melina, presidente del Instituto Pontificio Juan Pablo II de Roma, en la Revista Humanitas