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Don Roberto llegó a la edad de la jubilación después de cuarenta años de laborar ininterrumpidamente. Con ilusión, se preparó para una nueva etapa en la que piensa disponer de mayor tiempo para él y su esposa haciendo más cosas juntos, al igual que con hijos, nietos y amigos. También piensa trabajar como asesor en un despacho trasmitiendo experiencia, apoyar en obras de servicio social de su parroquia y seguir estudiando sobre temas que siempre le han interesado y que le servirán para aconsejar de manera responsable.
Ha conquistado una merecida jubilación e independencia económica, pero rechaza aferrarse a realidades fugaces como algunos de su generación, que se han instalado en un vacío que tienden a rellenar con tareas muy secundarias, menos exigentes, con excesivo ocio: TV, aperitivos, caprichos gastronómicos, curiosear escaparates, revistas, vacaciones, turismo, fiestas etc.
“Me jubilé de un trabajo pero no de lo mejor de la vida”. Ha dicho con la sabiduría del siervo bueno y fiel en la parábola de los talentos.
La persona instalada
No es madurez la de la persona que se instala y aferra en el rígido marco de las referencias de sus logros, donde termina anquilosado, oxidándose en la inmovilidad; sin inquietudes, pues estas las considera totalmente satisfechas o al menos así lo cree. Ignora que aún le falta mucho por aprender, que la formación de nuestra humanidad no termina jamás y por eso “más vale aprender viejo que morir necio”.
La persona instalada, solo reacciona cuando se siente afectada en lo que considera sus más importantes logros: sus ahorros, títulos, pensión, propiedades o un status donde se mide con otros. Aferrándose a estos, se vuelve inflexible a retomar el riesgo de su libertad, a seguir ampliando sus horizontes descubriendo lo nuevo en lo “viejo”, encontrando otros relieves, y nuevas alturas en la maravillosa aventura de vivir sirviendo a los demás, para seguir sumando cosas buenas a su vida hasta el final de su existencia, capitalizando el valor divino de lo humano hasta el último instante.
El hombre es un ser de proyectos, ya que el mismo es un proyecto, un proyecto divino a ser la mejor versión de sí mismo en su biografía personal. Tan es así, que de quien no haya perdido jamás su capacidad de entusiasmo por la vida, y siempre en un proceso de mejora continua humana y espiritualmente, se pueda decir válidamente: “murió prematuramente a los noventa años”.
El hombre no está clausurado jamás, y nunca llegamos a ser completamente humanos; la inteligencia, la voluntad, y la imaginación creativa, siguen desarrollándose aunque el cuerpo decaiga. Con la edad, la libertad de espíritu se expande y con ella la capacidad de aceptación, de convivir, de aprender. El hombre como el buen vino, siempre será mejor con el tiempo, si lo sabe aprovechar agrandando su capacidad de amar al mundo sin perderse en lo mundano.
Por el contrario, el hombre instalado en la tibieza y aferrándose a la “seguridad” de su trinchera, no se eleva e inconscientemente se degrada en lo más valioso de su ser.
La verdadera sabiduría es poseer una dignidad que no proceda de los logros de la actividad, sino del ser personal mismo.