Ayer asistí a un funeral en el colegio de mis hijos. El papá de unos compañeros del cole falleció hace unos días en un accidente laboral. La vida le fue arrebatada por sorpresa, sin avisar, y a su mujer le fue arrebatado su compañero de camino y, a sus hijos, un padre al que echarán mucho de menos a lo largo de la senda que les queda por delante. La Eucaristía fue muy familiar y, entre todos, intentamos arropar a esa familia que se enfrenta a una prueba de grandes dimensiones.
Hablando con la mamá, estos pasados días, ella me decía que la gente no hacía más que repetirle que "tenía que ser fuerte", que "tenía dos hijos", que "había que resistir y sacar fuerzas"… Me lo contaba con el rostro ciertamente dolorido y empañado de lágrimas. ¿Fuerte? Yo pensaba que hay momentos en la vida en que uno se merece ser débil. Hay momentos en la vida en que uno tiene derecho a abandonarse, a meterse en cama y no querer salir, a mirar adelante y verlo negro, a recoger los pedazos de un corazón roto y golpeado por la injusticia.
Leo el Salmo de hoy y encuentro respuesta a mi inquietud y encuentro respuesta para la mamá y sus hijos:
Él es mi Dios y Salvador:
confiaré y no temeré,
porque mi fuerza y mi poder es el Señor
¡Cuántas veces nos empeñamos en ser fuertes, en cuidar a los nuestros sin saber cómo, en encontrar respuestas donde no las hay, en querer tener nuestra vida en nuestras manos y sacarla adelante con nuestro dinero, con nuestro trabajo, con nuestros conocimientos y con nuestras capacidades! Y nos equivocamos, yo el primero. ¿Por qué no mostrarnos indefensos y débiles, por qué no dejar que sea el Señor el fuerte y el poderoso? ¿Por qué no tirarnos en sus brazos y decirle que no podemos más, que necesitamos que nos lleve en brazos un ratito?
Todos nuestros miedos desaparecerían si nos convenciéramos de que nada somos y nada podemos sin Él.
@scasanovam