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¿Sé quién soy y para qué estoy aquí?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 14/10/14

Merece la pena empeñar la vida en descubrir ese tesoro único que Dios ha puesto en mi alma, ese nombre que Dios pronuncia cada mañana y repite cada noche, que conlleva una misión particular

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Dios siempre se mete en nuestra vida y la llena de sentido, no nos saca de ella. Se detiene lleno de amor y respeto y nos pregunta con los ojos abiertos, expectante, enamorado: «¿Qué buscas en lo más profundo? ¿Qué te hace sufrir? ¿Por qué no te detienes y bebes? ¿Por qué no te pones en camino y encuentras? ¿Por qué no vienes a mi fiesta?».

Son las preguntas que nos hace Jesús en la vida. Preguntas que buscan ponerle nombre a nuestra sed más verdadera.

Tantas veces buscamos y tanteamos en la oscuridad luchando por hallar respuestas: « ¿Quién soy yo? ¿Cuál es mi misión?». Es la pregunta más importante en el camino.

La sed que tenemos, la verdadera sed, la más profunda, la que está grabada en el alma, tiene que ver con lo que somos y con lo que podemos llegar a ser, con lo que descubrimos y con lo que no logramos desvelar, con los pasos ya hollados y los caminos que aún faltan por recorrer.

Sí, nuestra sed tiene que ver con lo que somos, con la imagen de Dios grabada en el alma.

Jesús nos habla de sí mismo, del sentido de su vida. Jesús pasó la vida buscando, descubriendo. Con sed de amor. Desentrañando el misterio de su camino. Se despojó de su sabiduría, se mostró débil, herido, ante los suyos. Solo, roto, atado a la cruz.

Caminó a nuestro lado esperando, lleno de preguntas como nosotros. Tuvo que descifrar signos, recorrer anchos mares, beber de vasos con agua. Necesitó saber quién era, el sentido de ese fuego que ardía en su alma.

Quería saber por qué ese amor tan fuerte hacia los hombres, esa necesidad de replegarse a orar, de sanar a todos, de darse por entero. Jesús caminó, fue al desierto, oró, preguntó a su Padre qué era lo que había en su alma de niño. Descubrió el nombre de su sed. Supo que era el hijo del Padre que hace una fiesta. Es el hijo amado, el predilecto.

Jesús nos desvela su identidad. Nos dice que Dios es ese padre lleno de amor que quiere hacerle una fiesta a su hijo. El padre lleno de alegría que quiere compartir su amor con muchos. Y los invita a una fiesta.

Muchos no entendieron las palabras de Jesús. Muchos no supieron de qué fiesta hablaba, de qué hijo, de qué padre. Jesús sí sabía quién era. Era el novio, era el hijo. El motivo de la alegría, el lugar mismo de la fiesta.

Jesús es el rostro del Padre, el sueño del Padre, la alegría del Padre. Jesús es la misma fiesta del encuentro.

Es el Hijo por el que merece la pena matar terneros, sacar el mejor vino de la viña y compartirlo con todos. El hijo soñado, el que obedeció sin dudarlo, aquel por el que el Padre se alegra y lo entrega todo.

Jesús nos muestra quién es y cuál es su misión, lo más propio de Él, su ideal personal. Su nombre, ese nombre inscrito en el corazón del Padre. ¿Y yo? ¿Sé quién soy yo? ¿Sé cuál es mi nombre, mi misión?

Merece la pena empeñar la vida en descubrir ese tesoro único que Dios ha puesto en mi alma, eso que me hace diferente a todos, ese nombre que Dios pronuncia cada mañana y repite cada noche, que conlleva una misión particular. Ese don por el que quiere hacer una fiesta e invitar a todos.

Sí, yo también soy ese hijo. Soy el motivo de la fiesta. Dios quiere hacer una fiesta por mí. Se alegra con mi vida y canta feliz. Acoge mi dolor y hace una fiesta. Ese don que he recibido es una tarea. Mi ideal personal. Mi lugar. Mi carisma, mi talento. El nombre de mi sed.

Jesús descubrió quién era orando con su Padre, mirando lo que le movía, sus sueños, su sed, lo que le hacía sufrir, su impulso de sanar, de tocar el corazón de todo hombre, de perdonar.

Jesús tuvo sed. Vivió aguardando el sí del hombre. De sus discípulos, de los enfermos sanados, de sus amigos, de su familia. Tenía sed de amor. Sed de estar con los suyos. Sed desde la cruz. Sed al ver a tantos hombres perdidos, lejos, indolentes ante una invitación a vivir.

Sed de ese sí que llegó muchas veces y de ese sí que tal vez nunca llegó. Su sed de amar a cada uno, de dar la vida, de ser agua para los sedientos y reposo para los cansados, mar y lago, pausa y camino.

Descubrió su lugar junto al Padre. En una fiesta, en una viña. Su misión de darse del todo por nosotros.

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