Impactante testimonio sobre cómo una familia católica vive el fallecimiento de uno de sus miembros«Y ahora, nos tenemos que ir todos a McDonalds, a festejar lo del abuelo» le dice Inés -de 7 años- a su boquiabierta madre. Lo del abuelo que, con aplastante lógica infantil, quiere festejar la niña, es que se fue al cielo arrullado por la Salve Marinera, cantada por su mujer y sus hijos, mientras le cogían de la mano: así moría, el pasado 1 de octubre, don Ramón Diez de Rivera y de Hoces, padre de Carla, fiel colaboradora de Alfa y Omega
La Virgen se lo llevó en volandas en el Amén: fidelidad por fidelidad. Ella había estado a su cabecera, él siempre a su lado. Seguimos cantándole el Himno de la Almudena, según el ritual de oración de las noches de verano que él mismo había instaurado congregando feliz a hijos y nietos.
Lo del abuelo era un amor tierno, de niño, confiado e infinito a la Virgen: nos había enseñado a quererla desde pequeños.
«Es el cumple de la Virgen, felicítala», nos recordaba cada 8 de septiembre; antes de que le operaran en Oviedo, nos hacía subir a Covadonga, hiciera el tiempo que hiciera; «Vamos al santuario de… que está de camino» (siempre pillaba alguno de camino); cada Avemaría del Rosario ofrecido por una persona…
Lo del abuelo era escaparse, hace tres años, de las urgencias de un hospital en Salamanca, ante la impotencia de todos, que pensábamos que se nos moría, «porque tenía una cita muy importante con su mujer, sus hijos y sus nietos». Eran sus Bodas de Oro matrimoniales, y las había preparado con ilusión. Quería dar gracias a Dios por el gran regalo que había sido su mujer, por tantos años de fidelidad, tanto por los momentos duros como por los felices; por la familia que habían construido juntos, por cada uno, tal y como éramos; y quería hacerlo en una Misa de acción de gracias familiar. Nuestra madre tuvo claro que había que hacerlo como él quería y que llegaría vivo, como así fue gracias a la oración de tantos.
Lo del abuelo era, hace un par de años, invitar a cada uno de sus nietos para que le acompañaran mientras le daban la Unción de Enfermos y festejarlo después con chocolate con churros. «Fernando, ¿has ido alguna vez a la Unción de alguien? Te invito a la mía», llamaba explicándoles en qué consistía y por qué se daba. Lo del abuelo era pedirle al capellán del hospital, el día anterior a su muerte, que le volviera a dar la Unción rodeado de todos los suyos.
Lo del abuelo era llamar, con voz cantarina, a cada cuál, unas veces para felicitar: «¿De quién es el cumple?; ¿de quieeeén?», y otras con algún mensaje aparentemente tonto que venía a decir: «Soy papá, sé que te pasa algo; aquí estoy». Era hacer que cada nieto se sintiera único al hablarles de sus cositas, al acompañarle a Misa en su veloz silla de ruedas eléctrica… Antonio pedía, desde Pamplona, que le dijéramos que se alegraba de ser su nieto mayor, «pues, cuando entro en casa, siempre escucho: Mi nieto mayor, ¿dónde estaaaá?»; y María rogaba desde Francia: «Dile al abuelo, al oído, que le quiero un montón». Se fue con los besos de todos y una carta secreta de Conchita -10 años-; Javier y Jaime lloraban y reían a la vez…
Lo del abuelo era pedirnos, 48 horas antes de la beatificación de don Álvaro del Portillo, que le lleváramos. Un Es que tengo la intuición que tengo que ir nos hizo movilizarnos, y allí estuvo, con mi madre, disfrutándola y viviéndola como un regalo del cielo. Os deseo la misma paz que ahora me acoge. Os bendigo a todos, vuestro agradecido padre, terminaba el mensaje que nos envió esa misma tarde al whatsapp familiar que él había creado. Al día siguiente, nos dijo, por ese mismo canal, que al comulgar pedía: «Señor, ven a mi corazón y vive en él toda la eternidad». Y eso fuimos pidiendo el 1 de octubre, día de Santa Teresita del Niño Jesús, su dies natalis.
Gracias por su vida
Lo suyo era un corazón muy grande, y festejar, festejarlo todo. Así que vamos a festejar la vida, la enfermedad y la muerte de nuestro padre y abuelo. Vamos a festejarlo con una amplia y luminosa sonrisa, dando gracias a Dios por su vida, por su amor incondicional, por esa enfermedad de 15 años que nos permitió conocerle y hacer un camino espiritual junto a él, por la fortaleza y la fidelidad de nuestra madre, por su dulce muerte. Es una sonrisa húmeda por las mansas lágrimas que brotan de las entrañas, del corazón que sufre en paz. La ausencia duele con un dolor sereno, sordo y profundo que seda el abrazo de los amigos que nos sostienen con su oración. Tengo claro que lo del abuelo ahora es ejercer en plenitud su paternidad, ocupándose de cada uno: «Soy papá -soy el abuelo-, no te preocupes, ya sé lo que te pasa, pero pídemelo porque me gusta saber que me necesitas. Acuérdate que la Virgen te lleva de la mano».
¡Salve!, Estrella de los mares, Madre del Divino Amor…
Por Carla Diez de Rivera. Artículo publicado por Alfa y Omega