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¿Vienes a la fiesta del encuentro?

WESELE

Sweet Ice Cream Photography/Unsplash | CC0

Carlos Padilla Esteban - publicado el 12/10/14

Dios me espera, si falto me va a echar de menos

Jesús nos habla de un banquete, de una fiesta, con terneros y con vino: “Tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas, y todo está a punto. Venid a la boda”. Una fiesta parece algo apacible, tranquilo. Una fiesta habla de amor, de paz, de un hogar, de una casa.

Está hablando de su mar tranquilo y de la fuente que hay en su corazón herido. Nos está hablando de su amor y de esa sed de nuestro corazón roto. Sí, la fiesta sucede en su corazón abierto. En Él, con Él, junto a Él.

Es, en realidad, una invitación a ir mar adentro, es una invitación a beber agua y calmar la sed de infinito. Habla de descansar y disfrutar con Él, a su lado.

Como nos dice el salmo: “El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas”.

Nos gustan las fiestas. Nos gusta descansar. Por lo general nos gusta ser invitados a fiestas. En el Evangelio de Lucas, justo antes de que Jesús cuente la parábola de hoy, dice uno de los invitados: “¡Dichoso el que tenga parte en el banquete del Reino de Dios!”.

Sentimos que tenemos que ser invitados a una fiesta e incluso nos molesta si no cuentan con nosotros. Porque una fiesta nos sugiere paz, alegría, bienestar.

Ser invitados nos habla de un amor de predilección, de una elección, de una amistad. Participar en una fiesta evoca un amor colmado.

Habla de echar raíces, de encontrar un lugar. En realidad, tiene que ver con el vaso, tiene que ver con el mar. El agua del vaso calma la sed.

El agua del mar nos hace desear lo inabarcable, lo imposible, lo infinito. El agua en el vaso es demasiado limitada y nuestra sed no lo es. El agua en el mar no tiene orillas, ni fin, ni límite de hondura, como nuestra sed verdadera.

Son los dos puntos de una misma línea. Los extremos de un camino. Los dos pilares de nuestra vida. El reposo y el movimiento. El hogar y la necesidad de ponernos en camino. El vaso nos calma, el mar nos impulsa.

Nunca estamos del todo quietos. Nunca moviéndonos sin reposo. Necesitamos las dos aguas para calmar la sed, para reparar las fuerzas, para calmar el deseo de infinito.

La fiesta es lugar de la paz y del envío. El lugar en el que descansamos, con Él, en la fuente tranquila. Y es también el espacio para buscar saciar otra sed, la sed del mundo que no va a la fiesta, que se aleja.

Dios envía a buscar invitados, llama a algunos y luego llama a todos. Porque nos ama tanto. Porque sólo quiere estar con nosotros. Porque quiere que todos estén con Él, en su fuente, en su fiesta, en su mar: “Mandó criados para que avisaran a los convidados a la boda”.

Manda personas para que busquen a los invitados. ¿No hay en nuestra vida personas que son para nosotros ángeles que nos hablan de Dios, que nos buscan por los caminos?

Decía el Padre José Kentenich: “¿Cómo se pone en contacto con nosotros? A través de los seres humanos que vemos llenos de limitaciones, llenos de debilidades, llenos de defectos, llenos de pecados, llenos de injusticias”[1]. Personas frágiles que, llenas de amor, nos muestran ese amor sin condiciones de Dios.

Con su perdón nos muestran la misericordia del Padre. Con su respeto nos enseñan cómo Dios espera a nuestra puerta con infinito cuidado, llamando, aguardando paciente, confiando en nosotros.

En ocasiones no hemos sabido escuchar a los que nos rodean. No hemos entendido la invitación a la fiesta.

Hemos pensado que pertenecer a Cristo suponía esfuerzo, cansancio, sólo obedecer normas, poner límites a nuestra vida, barrotes. Encarcelarnos un poco. No entendemos que la vida en Cristo sea una fiesta.

Nos pasa tantas veces como a los invitados de la parábola: «Los convidados no hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios; los demás les echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos».

Dicen que no, que no pueden ir, porque tienen otras cosas mejores que hacer. No es fácil decirle que no a una fiesta pero ellos lo hacen. Tal vez no comprenden que sea una fiesta. A lo mejor están cansados y no quieren ir a una fiesta.

En la vida siempre hay excusas válidas para no hacer algo. Lo sabemos por experiencia. ¡Cuántas veces nos hemos negado a ir a algún sitio! Hemos puesto excusas. Hemos encontrado buenas razones para no ir. Es legítimo. «No podemos hacerlo todo», hemos pensado.

Nos cuesta decir que sí muchas veces. Nos cuesta aceptar las peticiones de Dios. A veces nos resulta difícil entender lo que nos pide. Jesús se queda con nosotros y nos acompaña.

Jesús dijo sí en su vida oculta, en su peregrinar, dijo sí a los suyos, sí a sanar heridas, a calmar la sed, a compartir lo cotidiano. Dijo sí a vivir de un lado a otro, pobre, vacío. Dijo sí a su vida, dijo sí a cada hombre, dijo sí a esa noche oscura aunque le dolía, dijo sí en silencio en la cruz al abrir los brazos, callado.

Su forma de vivir, de amar, de decir que sí, de aceptar, de ofrecer, es una escuela de vida. ¡Cuánto nos cuesta decirle que sí a Dios!

Ahora no nos invita a la viña, no nos llama para que trabajemos. No. Nos pide que vayamos donde Él se encuentra. Allí donde hay verdes pastos y agua suficiente. Allí donde tiene preparada una fiesta para nosotros. Somos sus hijos amados. Somos el motivo de la fiesta.

Uno de los que estaba en la fiesta no tenía el traje adecuado: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta? El otro no abrió la boca». Mateo 22, 1-14. Sólo hace falta el traje de fiesta, esa es nuestra parte, nuestro «sí quiero comer contigo».

Hay que ir bien vestidos. Importa el vestido, la actitud en la vida, la mirada, el aspecto. Somos imagen sagrada de Dios. ¿Cómo nos vestimos para la fiesta de la vida? La honestidad de nuestra vida, lo que trasparentamos, lo que dejamos ver en nuestros hábitos y costumbres. Lo que hacemos y amamos es nuestro traje. Lo que entregamos y ofrecemos.

A veces nos ponemos máscaras frente a los hombres. Nos disfrazamos para parecer alguien mejor. Ante Dios no valen los disfraces. El traje es mi corazón abierto, la humildad de ser hijo necesitado. En realidad, más que un traje, es un desvestirme de mí mismo, es descalzarme para entrar en el banquete. Nadie debe prescindir del traje, nadie queda olvidado, nadie queda excluido.

Dios sólo mira el corazón. Dios llama y yo acepto. Dios no me obliga. Espera mi sí libre, de niño. Es mi traje. El traje del alma, no del cumplimiento sino de la pequeñez, de las manos abiertas a Dios, del corazón necesitado de Él, de la mirada pura para disfrutar con asombro del banquete.

Le decimos: «Sí, quiero comer contigo, tal como soy, con mi limitación y mi grandeza. El traje es mi traje de niño, soy yo mismo».

Mateo escribe para los judíos, por eso es más duro que Lucas en la misma parábola. Algunos judíos pensaban que ellos tenían a Dios en propiedad, que sólo ellos tenían acceso al banquete, que podían decidir quién estaba dentro o fuera.

Pensaban, a veces como nosotros, que cumpliendo miles de normas se aseguraban un lugar en el cielo. Juzgaban, como a veces hacemos nosotros, a los pobres, a los gentiles, a los pecadores, creyéndose superiores y en posesión de la verdad. Eran los buenos, los perfectos.

Perseguían a Jesús porque comía con pecadores, porque curaba en sábado. Buscaban matarlo porque molestaba y se sentían de alguna forma cuestionados por Él.

Jesús les dice que ellos también están invitados, claro, pero que tienen que cambiar el corazón, el traje. Que su lugar lo compartirán con otros.

Les dice que necesitan ponerse el traje de la humildad y del amor, de la verdad y la paz. Que necesitan despojarse de normas, de soberbia, descalzarse. Es el hijo mayor al que el padre ruega que entre en el banquete cuando la envidia se lo impide. Les da la oportunidad.

Pero muchos no supieron ver a Dios en Jesús. No quisieron ir a su mesa y sentarse a su lado. No aceptaron ese amor suyo por los más pobres. No quisieron compartir la mesa con los débiles.

Lucas habla de la fiesta abierta a todos. Dice que a este banquete están invitados los pobres, los cojos, los lisiados y los ciegos. Son los predilectos de Jesús, los que curó por los caminos con sus manos. Son los elegidos, los que Dios cuida y reserva un sitio especial.

Pero invita también a los primeros. Todos somos llamados. Y todos tenemos que ponernos el traje y aceptar la invitación. A nadie obliga. Cada uno elige. Es tierno con los sencillos y duro con los que creen que no necesitan nada. Invita a todos, a buenos y malos.

Me dice que me necesita en su fiesta, que si yo falto me va a echar de menos. Mi lugar está reservado. Sólo tengo que ponerme el traje de niño y confiar en Dios que me espera. Me espera como soy, pequeño y frágil, con mi sed y mis sueños.


[1] J. Kentenich, 1952

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