Normalmente se suele silenciar el ancho y profundo mundo del sufrimiento del enfermo
En esta semana una sola noticia ha invadido la agenda informativa, y es una noticia relacionada con la enfermedad y la atención sanitaria. El contagio por parte de una auxiliar de enfermería de un gravísimo virus esta siendo seguido por los medios de comunicación en todas sus facetas: la situación de los contagiados o en peligro de haber podido estar contagiados, los protocolos de seguridad medica, las explicaciones sanitarias a la población para que no se llegue a una alarma social.
Salvando algunos pocos tratamientos informativos desafortunados bien por politización, o bien por sensacionalismo, la información dada es en general útil y pertinente. Pero no deja de revelarnos una cierta paradoja, al contrastarse con el silencio mediático, como expresión del silencio de la cultura dominante, con respecto al dolor, la enfermedad y la muerte.
Excepto algunos pocos exponentes del periodismo social, comprometido, sensible, con rostro humano, el resto del tratamiento mediático de la actualidad suele silenciar el ancho y profundo mundo del sufrimiento del enfermo y de la abnegación tanto de su familia como del personal sanitario que lo atiende y acompaña, sin excluir la dedicación del voluntariado y de la pastoral de la salud de la Iglesia.
Si la muerte por enfermedad es un tremendo tabú en esta sociedad, es porque el imaginario cientifista de la modernidad ha llegado al paroxismo de hacernos creer que toda dolencia puede ser anestesiada, todo proceso sanitario previsto y controlado, y el empeoramiento y la muerte como desenlace de ese proceso tiene que estar siempre originado por un fallo en el sistema o por una negligencia medica. Si hasta lo que antaño se llamaba muerte natural, por edad, resulta inaceptable, cuanto más si ésta sobreviene por una enfermedad rara, un virus contagioso, o un fallo humano en el tratamiento preventivo o efectivo.
El tremendo déficit de humanidad con respecto al mundo de la enfermedad nos ha llevado a una de las máximas contradicciones de nuestra cultura, que tiene como denominador común el hacer del dolor y de la muerte el gran tabú de nuestro tiempo: por un lado elegimos la muerte frente a la imprevisión y al dolor (aborto, eutanasia, cultura de la muerte), y por otro lado no aceptamos no poder controlar nuestra suerte, no poder garantizar y exigir la indolencia y la curación, como si nos hubiéramos dado a nosotros mismos la vida, o como si el dolor (evitado en lo posible, reparador, acompañado), no fuese coesencial a la vida.