Si el hambre fuese una enfermedad contagiosa seriamos mucho más solidarios
Todos nos hemos sobresaltado con la terrible noticia: Una auxiliar de enfermería que atendió en el hospital Carlos III de Madrid al misionero Manuel García Viejo, fallecido el pasado 25 de septiembre por ébola, ha dado positivo al virus en los dos análisis que se le han practicado.
Algunas reacciones a esta noticia -gracias a Dios muy minoritarias- han puesto en duda el que la repatriación de los dos misioneros contagiados de Ébola este verano hubiese sido acertada. Y algunas voces, a la hora de exigir responsabilidades a las autoridades sanitarias, han llegado a acusarlas de “tercermundistas”. Estos dos tipos de reacciones me parecen, sinceramente, de un egoísmo, de una insensibilidad y de una frivolidad insuperables.
Como ocurre con el drama de la emigración, estas voces revelan que no interesa salvar a los pobres, sino salvarse de los pobres. Que no se trata de que el Tercer Mundo alcance el bienestar del Primero, sino de que el Primero se distinga, se distancie y se proteja cada vez más del Tercero.
Por otro lado, seguramente ninguno de los dos misioneros españoles se hubiese contagiado del ébola entonces (y por consecuencia la auxiliar de enfermería ahora), si hubiesen tenido los medios adecuados en los hospitales -esos sí “tercermundistas”- de Liberia y Sierra Leona en los que entregaron sus vidas para salvar la vida de los olvidados. Y aunque la solidaridad española con esos países es mayor que en la mayoría de los países desarrollados, la conciencia de que todos los seres humanos somos iguales en dignidad esta muy lejos de ser suficiente para cambiar la tendencia de la desigualdad.
Claro que si el hambre fuese una enfermedad contagiosa seriamos mucho más solidarios. El ébola no es más que la última manifestación de una realidad que cada vez hace más insoportable e insegura la insolidaridad: que vivimos en un mundo globalizado en el que ya no vale escudarse en que los empobrecidos de la tierra están suficientemente lejos de nosotros. Las maldiciones de los pobres (hambre, miseria, falta de agua potable, esclavitud, escasa escolarización, etc…) no conocen fronteras, por muchas vallas de alambres que levantemos y por muchos protocolos de asilamiento bacteriológico que diseñemos.
La “pobreza bacteriológica” no hace más que acelerar la hora de la verdad: o nos cuidamos todos, o ya no vale el creer que los pobres de la tierra están suficientemente lejos como para no romper nuestras capsulas de asilamiento.