Es urgente que recuperemos la capacidad de conectar con el otro aunque esté lejos
La indolencia se ha convertido en un fenómeno actual muy generalizado en nuestras sociedades, fomentando una incapacidad práctica para conectar con el otro y sus problemas más reales, aún sabiendo la situación que pueda padecer.
La formación cristiana recibida pareciera que tampoco ayuda mucho. En especial, cuando ésta se enseña y practica sólo en el ámbito privado y cúltico, no logra fomentar, ni sensibilizar, esa real conexión con la realidad y los dramas de los que más sufren, más allá de mi propio espacio y tiempo.
Como cristianos estamos llamados a vincularnos con los que padecen condiciones socioeconómicas o políticas que les impiden imaginar y construir un futuro mejor en sus vidas. También con todos aquellos que sienten el peso de la soledad y el abandono, y que han perdido la esperanza de luchar y vivir en función de hacer de esta tierra como en el cielo.
La realidad del otro, y su sufrimiento, no puede ser una simple noticia que vemos a través de la televisión, que escuchamos en la radio o leemos en la prensa. Es urgente que recuperemos la capacidad de conectar con el otro, de vincularnos cara a cara y vernos los rostros, el uno al otro.
Sólo así podremos entendernos en aquellos deseos y creencias más íntimas y propias de cada uno, y compartirlas sin prejuicios con el fin de comenzar un camino de humanización, que no es otra cosa que la fraternización de nuestras relaciones.
El Concilio Vaticano II recordó que el cristianismo no puede reducirse a lo doctrinario y ritualista. Debe renovarse escuchando las palabras de Jesús a los más necesitados (Lc 4,16-19), porque «el gozo y la esperanza, las tristezas y angustias del hombre de nuestros días, sobre todo de los pobres y de toda clase de afligidos, son también gozo y esperanza, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo» (GS 1).
Así, la Buena Nueva comienza cuando podamos sentarnos a hablar todos juntos, sin exclusión alguna, como Jesús se sentó con niños, adultos, prostitutas, recaudadores de impuestos y otros a quienes en aquel tiempo algunos consideraron pecadores o despreciaban por sus enfermedades.
Esto es, sin duda alguna, un reto inmenso porque vivir así pasa por superar los prejuicios morales, religiosos, socioeconómicos y políticos que vamos acumulando a lo largo de nuestra historia de vida.
Si queremos vivir con el mismo espíritu de Jesús, debemos actuar como «servidores y promotores de humanidad» (GS 41), haciendo todo lo posible por construir relaciones «fraternas», porque todos somos hijos del mismo Padre.
Por ello, no es sólo en el culto o en la buena obra que hagamos por alguien donde encontraremos la fuente de la salvación, si no asumimos la relación con los otros: «Es la persona humana a la que hay que salvar, y es la sociedad humana a la que hay que renovar» (GS 3).
No me salvo «del» mundo alejándome de las personas y profundizando mi participación en el culto. Como nos recuerda el apóstol Santiago, me salvo «en» el mundo, a partir de la calidad de mis relaciones con los demás.
Recordemos la advertencia que Pablo hizo en sus comunidades. Esa falsa creencia de una salvación entendida desde la participación asidua al culto, pero sin ser verdaderamente fraternos con todo otro a quien tenemos a nuestro lado o a quien encontramos en el camino.
En este sentido es fundamental dejar de ver al otro con odio y desprecio, o como alguien ajeno a nuestras vidas, y comenzar a asumirlo como hermano.
La salvación es un acontecimiento de humanización integral de toda nuestra persona, de nuestros gestos y miradas, de nuestros pensamientos y palabras, porque «el que sigue a Cristo, hombre perfecto, se hace a sí mismo más humano» (
GS 41).
El criterio a seguir es cómo vivió Jesús, su estilo de vida. Él movió a las instituciones políticas y religiosas, y pidió por la conversión personal (Mt 9,13: «Id, pues, a aprender qué significa Misericordia quiero, y no sacrificios. No he venido a llamar a justos, sino a pecadores»).
Él devolvió la esperanza a los que eran considerados pecadores (Mt 21,31: «En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas entrarán antes que vosotros al Reino de Dios»). ¿Creemos en el principio de la compasión fraterna por encima de nuestros prejuicios morales u opciones políticas? ¿Son los evangelios nuestros libros de cabecera?
Lo recordaba Pablo VI: «Sois vosotros un signo, una imagen, un misterio de la presencia de Cristo. El sacramento de la Eucaristía nos ofrece su escondida presencia, viva y real; vosotros sois también un sacramento, es decir, una imagen sagrada del Señor en el mundo, un reflejo que representa y no esconde su rostro humano y divino (…).
Jesús mismo nos lo ha dicho en una página solemne del Evangelio donde proclama que cada hombre doliente, hambriento, enfermo, desafortunado, necesitado de compasión, y de ayuda es Él, como si Él mismo fuese ese infeliz (Mt 25,35ss)» (Congreso Eucarístico, 1968).
Recordemos que «el amor a Dios no puede separarse del amor al prójimo» (GS 24) «porque el que no ama a su hermano, a quien ha visto, no puede amar a Dios a quien no ha visto» (1Jn 4,20).