Hace falta mucha humildad para dejar de ser el centro, para aceptar que muchos de nuestros deseos no se hagan realidad
A veces algunos ven como el fin de su vida alcanzar la paz del corazón. Parece ser el deseo más noble y sagrado. Vivir y que me dejen vivir. Vivir en paz conmigo mismo y con el mundo. No es algo malo desear la paz, al contrario, es fantástico tener paz, vivir con ella.
Es el deseo más hondo, poder vivir los unos en los otros con paz. Dejando de lado la rivalidad, la ostentación, la vanidad.
Pero parece imposible cuando vivimos enfrentados los unos contra los otros, cuando hablamos mal de nuestros hermanos, cuando no amamos de forma generosa. Nos comparamos continuamente. Deseamos lo que otros tienen. Envidiamos. Somos codiciosos.
No pensamos en lo que el que está a nuestro lado necesita. No preguntamos qué vive en su corazón, qué le falta.
Hace falta mucha humildad para vivir así, para construir sobre un mismo amor. Humildad para dejar de ser el centro, para no querer que nos sigan a nosotros, sino sólo a Dios. Para no querer poseerlo todo. Para aceptar que muchos de nuestros deseos no se hagan realidad.
Por eso pienso que desear lo que Cristo desea no pasa necesariamente por buscar sólo la paz. Me resisto a pensar que esa búsqueda a veces enfermiza de la paz interior sea lo que Dios me pide.
Estar en paz conmigo mismo, cuidar mi cuerpo y mi alimentación al extremo, estar pendiente continuamente del estado en el que me encuentro, el peso ideal, el tiempo de sueño que necesito, el descanso adecuado, el deporte que me hace estar sano. Todo eso es importante, es cierto, porque si nos cuidamos podemos darnos mejor a los demás.
Sin embargo, no puede ser la meta de mi vida, sólo es un medio, una ayuda. Cuidar el cuerpo y el alma para estar en paz, bien con uno mismo, es fundamental, pero todo tiene sentido si es para entregar la vida, para amar hasta el extremo, cuidando lo que Dios nos ha confiado, lo que tenemos.
No podemos caer en cuidarnos a nosotros mismos tanto que no haya espacio en la vida para aquello que pueda complicar un poco nuestros hábitos y rutinas.
Buscar la paz, estar en forma, proteger mi espacio, mi bienestar, como único sentido del camino, es algo muy pobre y limitado como ideal en esta vida. Cristo no vino para estar en paz, para tener su espacio.
No vino para regalarnos una paz fría y cómoda, un viaje «confort» por los caminos del mundo, una paz soñada al borde de un mar tranquilo. No, no vino para eso.
Vino para que el mundo ardiera en su amor, en mi amor. Vino para que su sangre siguiera viva en la nuestra. Vino para que aprendiéramos a navegar por un mar revuelto y a caminar sobre las aguas en medio de las olas.
Vino para grabar sus sentimientos en nuestro corazón y pudiéramos así convertirlos en camino de vida, en nuestro ideal a conquistar, en la forma de vivir en este mundo.
Cristo no buscaba una paz insulsa y sin colores. Una paz cansina y gris. Quiso más bien educar los corazones para que estuvieran dispuestos a perder la paz por amor al hombre, a perder la tranquilidad por dar la vida.
Seguir a Cristo, hacer nuestros sus sentimientos es muy arriesgado, conlleva peligros, la suerte del Maestro. Podemos perder la paz que el mundo nos ofrece y vivir de forma demasiado exigida. Por eso es algo diferente la paz que Dios nos ofrece.
Es la paz que calma el alma al final del día, cuando nos hemos dado, cuando no hemos guardado nada y hemos amado sin barreras. Es la paz que recibimos cuando ya nos hemos vaciado por entero dando, entregando todo lo que tenemos.
Es la paz que viene cuando después de haberlo perdido todo en la lucha seguimos caminando tranquilos y confiados, porque nuestra meta está en el cielo y
no estamos apegados al mundo.
Es la paz que habita el alma cuando caminamos sin miedo a perder, a fracasar, sabiendo que podemos estar perdiéndolo todo y no es tan grave.
Es la paz que da saber que sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer, como siervos dóciles, sin esperar recompensas, sin aferrarnos a los derechos adquiridos, sin querer retener nuestro puesto, sin pretender no ser nunca olvidados.
Es la paz de Cristo que nos mira desde la cruz y nos dice: «Tengo sed». Cuando ya lo había dado todo y su misión había sido cumplida. Es la paz que nos da Cristo, que camina a nuestro lado y nos espera para abrazarnos.
Como me decía una persona el otro día, hablando de sus sueños: «Deseo navegar siempre con Dios dónde Él me diga, no dejar de soñar nunca, no conformarme con la mediocridad. Deseo subir las cumbres más altas. Aunque no me sienta capaz en absoluto. Deseo amar sin límites, sin cuidarme. Deseo tocar los corazones, sin pensar que al tocarlos pierdo algo».
Así es el amor verdadero. Así es la lucha en la vida, el deseo que nos levanta, el sentimiento hondo que nos invade cuando amamos a Cristo, cuando queremos ser suyos.
Al pertenecerle por entero, su suerte es nuestra suerte. Al estar inscritos en su corazón, sabemos que nunca perderemos sus huellas, porque Él recorre nuestra vida en silencio. Es su amor el que recibimos y con él aprendemos nosotros a amar. Queremos aprender a amar con ese amor en el que no está en primer plano lo que nosotros queremos, sino lo que Él desea para nuestra vida.