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Yo, mi familia y mi perro

Yango R.G.

Revista Ser Persona - publicado el 30/09/14

El valor formativo de una mascota en la familia.Mi hijo Paco de seis años me ha pedido un perro como mascota y lo recibió con emocionadoalborozo, poniéndole por nombre simplemente “regalito”,  jugando con el todo el tiempo que puede, responsabilizándose de atenderlo y adquiriendo una sensibilidad hacia las necesidades del animalito. Entablándose entre ellos un vínculo que formará parte de la magia de sus respectivas etapas, la mascota como cachorro y mi hijo como niño.

Soy profesor de biología y en mis clases suelo describir a los animales no racionales con los contundentes  argumentos de que solo siguen patrones instintivos, incluso  en sus manifestaciones afectivas. Paco, claro, está seguro de lo contrario, pues regalito le manifiesta una simpatía tal, que parece interiorizarla como cualquier ente pensante, con la única diferencia de manifestarla a lengüetazos y… creo comprender muy bien a mi hijo, recordando como si fuera ayer a mi primer mascota, a quien participe el amor aprendido en familia con una auténtica vivencia de lealtad mutuamente compartida.

Nacimos el mismo día, aunque nuestras vidas estuvieron marcadas por radicales diferencias: yo, solitario en un hospital rodeado de mimos y cuidados; el en la parte trasera de mi casa junto con cuatro hermanos en una atiborrada perrera; a mí me cubrieron de besos, a él, simplemente lo lamieron hasta dejarlo seco. Unas semanas después, ya habían regalado a todos sus hermanos, y yo, aún sobrellevo a los míos. Me tocó crecer bajo la autoridad paterna, él en cambio, ni las luces de su progenitor, amén de un árbol genealógico con pedigrí,  pues era a todas luces una cruza de corriente con callejero.  Crecimos juntos, cada quien según su especie, en donde un año mío contaba por varios suyos, así que mientras me impulsaba en la andadera el ya corría por todos lados con aires de autosuficiencia, ejerciendo desde un principio plena libertad: jugando, comiendo y durmiendo a sus anchas, y  en el colmo de la autoafirmación perruna, mientras yo requería de pañales, el simplemente hacia sus necesidades cuando y donde mejor le parecía, con los consecuentes gritos de mi madre.

De acuerdo a su programa genético, prefería la calle a la seguridad del patio a donde fielmente acudía para despedirme o recibirme en mi transitar escolar. Con alborozo me dedicaba su tiempo para jugar con entusiasmo, y solo dejaba de mover la cola cuando lo liberaba de sus últimas colecciones de pulgas y garrapatas,  el baño no era cosa que agradeciera, apestar era lo suyo. Su apretada agenda de cada día consistía en liderar una banda de perros vagos, desenterrar huesos malolientes y dejar descendencia por toda la colonia, dejándole a la naturaleza la responsabilidad de los hechos; el resto del tiempo lo dedicaba a acompañarme y a un profesional “sueño patas para arriba”. Parientes y amigos jamás me pidieron una cría suya, no lo acariciaban ni le hacían fiestas, y tengo la impresión de que jamás a alguien se le ocurrió robárselo. Por encima de eso, siempre fuimos el uno para el otro,  en una forma de “coexistencia” sin más identidad que la de compartir una misteriosa coincidencia en un espacio y un tiempo para nacer y vivir por primera y única vez. Un espacio y un tiempo en que nada más ni nada menos era mi perro, mi único perro.

Pasaron los y años al terminar mi primaria se notaba cansado, hacia esfuerzos por seguir mis juegos, perdió pelos, dientes y aquel brillo de sus ojos se fue apagando, mas no así la alegría de percibir mi presencia en mis regresos a casa, presto lamerme con singular entusiasmo. Y mientras yo me desarrollaba y fortalecía en plena adolescencia, el culminaba su existencia; dejó sus andanzas, comía con dificultad, quedo medio sordo, ciego, y aceptó su vejez sin rechistar.

El veterinario me sugirió dormirlo,  pero no quise. Me esmeré en cuidarlo y seguir haciéndonos compañía, tenía aun ánimos para mover su cola tratando de verme a través de la penumbra, como recordando nuestros juegos. Seguíamos compartiendo nuestro tiempo, nuestro único tiempo hasta el último momento, apoyados en nuestros afecto, contando el uno con el otro. Un día, parecía dormir plácidamente… y se había marchado.

Una larga existencia para el, y para mí, un chispazo de vida que brotó del misterio profundo de una creación que no cesa, que me acompaño en mis primeros años en una feliz coincidencia que no creo casual, una coincidencia en un espacio de tiempo para nacer y vivir por primera y única vez. Cada quien según su especie.

Más que mi mascota, fue mi amigo y además un buen perro.

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