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El amor es lo único que nos hace capaces de renunciar a nuestros propios deseos por un bien mayor.
Una mujer le decía a su esposo: «Deseo amarte como Dios te ama. Deseo cuidarte toda mi vida como Él te cuida, protegerte, ayudarte a caminar. Deseo que seas feliz. Deseo partirme sin reserva, cada día. Deseo vivir cada día como una niña confiada, deseo pasar cada día haciendo el bien como Jesús.
Deseo acoger en mi corazón a todos. Pero sobre todo, deseo que tengas siempre un lugar en mí, poderte siempre responder, ser siempre tu descanso, que en mí puedas descansar. Poder siempre acoger todo lo que vives».
Es así el amor verdadero, el que nos hace crecer. Es ese el amor por el que es posible renunciar a mis deseos por hacer realidad los deseos de un tú al que amo.
Ese amor hace míos los deseos de alguien. Ese amor nos hace comprender que la renuncia, el sacrificio, la entrega desinteresada, forman parte de ese camino verdadero que nos hace plenos.
Renunciar por los deseos de otros es una fuente de vida. Renunciar para que otros tengan vida y crezcan en su camino. En eso consiste la vida verdadera.
No es sencillo. Porque a veces nos atamos a deseos pequeños e inmediatos. Vivimos el presente como una realidad eterna. No queremos dejar de vivir lo que hoy queremos. Nos cuesta hacernos responsables de las consecuencias de nuestros actos.
Los deseos nos tienen que mover a amar más y mejor, con más profundidad y madurez. Si nos dejamos llevar por los deseos del mundo caminamos sin rumbo, sin horizonte verdadero. Si ponemos nuestro deseo en Dios llegamos más lejos.
Querer los sentimientos de Cristo para nuestra vida es un salto audaz y valiente. Es desear que sus deseos sean los nuestros, los que brotan de sus entrañas, de lo más hondo de su ser.
¿Qué deseaba Jesús en el fondo del alma? Jesús tenía sentimientos de amor, de misericordia, de humildad. Jesús deseaba dar la vida y deseaba que los hombres vivieran mirando a Dios. Nosotros tantas veces vivimos de espaldas a Dios. No le escuchamos, no seguimos sus pasos.
Tener los sentimientos de Cristo nos lleva a caminar con Él, como Él, en Él. Supone unir nuestro corazón con el suyo para siempre. Con palabras de San Agustín: «Inscripción del corazón en el corazón de Cristo».
Ojalá nuestro corazón estuviera siempre inscrito en el del Señor. Así su amor viviría en mí. Sus sentimientos serían los míos. Y no pensaríamos como piensa el mundo. Desear lo que Cristo desea. Desear vivir en Él y descansar en sus brazos. Sus sentimientos, mis mismos sentimientos. Desear su fuego y su vida. Su entrega y su renuncia.