Mirar sin juzgar, ser capaces de ver diferencias y no indignarnos
Dios es justo, es verdad, y yo recibo lo que me corresponde. Yo tengo cosas, recibo talentos, logro objetivos.
El problema es que el corazón se encoge al caer en la comparación. A veces la envidia lo enturbia todo. Estamos más pendientes del premio que voy a recibir que de la alegría de poder trabajar para Dios.
Tendemos con facilidad a compararnos. Miramos nuestra vida y la de los demás. Especialmente la de los demás. Somos defensores de la justicia, sobre todo cuando pueden ser injustos con nosotros. Pocas veces nos centramos en la misericordia.
Miramos más lo que es justo, lo que está bien hecho, lo que corresponde, lo que es adecuado. Miramos con cuidado si nos dan lo merecido, si nos agradecen por lo entregado, si nos colocan en el lugar que merecemos.
Nos importan las cuentas claras, los resultados justos. No queremos hacer más de lo que nos toca y que luego no nos paguen las horas extras. Nos resulta doloroso si no aparecen nuestros nombres en el momento de los agradecimientos. A todos lo justo, lo que toca de acuerdo a lo que han trabajado.
Si miro al otro, y veo que le dan lo mismo que a mí, cuando él ha trabajado menos, me indigno. Me entristece que el otro reciba lo mismo. Si a mí me dan una cantidad y al otro algo menos, entonces está bien, me quedo tranquilo. Y si le dan al otro una cantidad, entonces exijo que a mí me den más, o al menos lo mismo. Y si no es así, declaramos que es injusto.
Es la misma actitud del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo. No se indigna tanto porque a él no le hagan fiesta. Le duele más que se la hagan a ese hermano suyo que no se la merece.
Al hermano mayor le molesta la misericordia del padre. Critica al padre porque trata bien a su hermano, porque se alegra y no lo reprende o expulsa.
Dios nos pide que nos alegremos de lo que recibe el otro, que nos alegremos de que el otro, con menos esfuerzo, tenga lo mismo que nosotros. Nos pide que nos alegremos del mejor lugar del otro, aunque el nuestro no sea tan bueno. Parece imposible.
Dios nos pide que nos queramos como hermanos, nos pide una mirada misericordiosa, pura, transparente. Nos pide mirar sin juzgar. Nos pide ser capaces de ver diferencias y no indignarnos. Nos pide misericordia más que sacrificios, amor al prójimo más que golpes de pecho.
Él nos lo da todo. No lleva cuentas de mi mal, me abraza deseando que llegue a Él. No le importa la hora de mi llegada. ¿Qué importa la hora? Dios me espera hasta el último momento. No lleva cuentas del mal, de los errores, del pasado, a diferencia de nosotros que lo contamos todo con buena memoria.
Dios nos ama con un amor en el que nos da el ciento por uno. El infinito por uno. Damos uno, un poco, algo y recibimos el infinito, el amor eterno, el amor sin condiciones. A cada uno nos lo da todo. Sólo sabe contar hasta uno. Se queda en la persona, en mí, no en la masa. Nos lo da todo. Sin reservarse nada.