Llevo varios días, diría que semanas, bastante agobiado por temas laborales. Por supuesto, soy uno de los españoles que cada día agradece tener trabajo y poder llevar un sueldo a casa, pero hay momentos en que lo mandaría todo a tomar viento. No soy hombre de empresa. No soy persona de oficina, ni de visitas a clientes, ni de cierres, ni de beneficios, ni de… Es evidente que no me encuentro en mi sitio.
Hay días que me pregunto si está mal quejarse o sufrir por algo que muchas personas desearían y que yo, por momentos, detesto. ¿Qué me falta? ¿Qué me diría el Señor Jesús si se encontrara conmigo? ¿Qué me dice realmente cada vez que hago oración? ¿Será que no oro suficientemente? Es la difícil balanza entre luchar por los sueños de uno y por poder poner los dones en juego, los talentos de los que nos habla el Evangelio, o aguantar, sacrificarnos y ofrecer al Padre el esfuerzo que me supone enfrentar una jornada tras otra. A mí no me está resultando fácil. ¿Estoy siendo un cobarde por no lanzarme a perseguir aquello por lo que me siento llamado? ¿Es eso de locos?
Si me paro un rato, delante de la cruz, me convenzo que me falta amor. Santos y santas de la historia enfrentaron situaciones peores y más dificultosas y fue el amor que pusieron en ellas, y la fe en Cristo, los que los llevaron a la santidad. Me reconozco mediocre y parco en amor, selectivo y uraño a dar en aquello que no me reporta beneficio. Estoy llamado a ser santo y no aguanto estos alfilerazos del día a dia… ¡Cuánto me quiere el Señor! ¡Qué paciente es conmigo! Él me conoce y ese es mi consuelo. Me ha regalado a mi mujer, a mis hijos, a mi comunidad… para aprender a amar más y mejor, para descentrarme, para dejarme de mirar el ombligo.
Con la música de Taizé de fondo afronto una nueva semana, dura e implacable. Ojalá que el amor que yo ponga sea proporcional a la dificultad que me supone. Amén.