Hay cosas que no podemos cambiar, pero sí podemos volver a elegirlas cada mañana, y es muy distinto permanecer a evadirse
El Evangelio nos habla de la importancia de alegrarnos con la vida, con el lugar en el que estamos, de aprender a estar donde estamos, allí donde hemos sido llamados.
Decía el Padre José Kentenich: «Quien quiera mantenerse firme en medio de la tempestad de la época y hacerse fuerte como un roble, ha de unir indisolublemente a Dios las raíces de su alma»[1]. Aprender a echar raíces donde Dios nos ha puesto. Unidos a su corazón de Padre. Porque la viña es nuestro hogar, nuestra familia, nuestra tierra, el trabajo que ahora nos toca.
Muchas veces me encuentro con jóvenes que se quejan de su trabajo, de sus horarios, del poco tiempo que tienen para hacer cualquier cosa. Es verdad. Muchas veces no es fácil compaginar horarios poco humanos con una vida familiar sana. Se trabaja mucho y a veces los horarios no son los mejores, tampoco los salarios.
Hay jóvenes que sueñan con un trabajo ideal. Incluso algunos lo asocian con un trabajo para la Iglesia o en una ONG. Un trabajo con sentido, un trabajo que tenga trascendencia, que deje huella. Un trabajo en el que poder hacer algo por los demás. Entiendo su desánimo y tristeza en muchas ocasiones. Sé por qué sufren y los entiendo.
Pero muchas veces palpo también inmadurez, incapacidad para tomar la vida en sus manos con fuerza, con pasión, con esperanza. Nos amargamos con lo que tenemos, soñando lo que no tocamos. Nos cuesta aceptar la realidad en toda su belleza. De nosotros depende vivirla con alegría o con frustración.
Un dibujo muestra un vagón de tren. En una ventanilla un hombre mira un paisaje lleno de sol, de luz, de verde, de montes. Va feliz mirando lo que Dios le regala. Otro, en otra ventanilla, ve sólo un paisaje nublado, sin luz, sin vida. De nosotros depende en qué ventanilla nos sentamos.
Cada mañana al levantarnos hacemos la misma elección. Hay cosas que no podemos cambiar. Son así, nos han sido dadas.
Pero siempre esas cosas que tenemos ante nosotros, esas cosas que nos gustaría tal vez cambiar, las podemos volver a elegir siempre de nuevo, cada mañana. Eso sí que está en nuestra mano. Nos quedamos con ellas. Les decimos que sí, que las queremos, que son necesarias para ser felices.
Estoy en mi familia, en mi camino vocacional, en mi trabajo, el que me toca, con las personas que Dios me ha confiado. Soy de ese lugar en el que estoy. Soy lo que soy allí mismo.
¡Qué paz da saber que hay personas en nuestra vida que están, que no se van a ir, que permanecen! Son rocas sobre las que construimos. Columnas de nuestra vida. De mí depende.
Puedo ser roca o viento, columna o arena en la playa. Puedo permanecer o irme, porque siempre puedo decidir no estar y escaparme. Puedo optar por otro camino.
Pero lo más difícil siempre es abrazar esa viña que Dios me confía con alegría. Mirando por la ventanilla correcta. Descubriendo la belleza que tiene todo lo que se me confía. Estando allí, permaneciendo como María, como una roca.