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María forma parte de la cruz

La Cruz de la Unidad, la cruz de Schoenstatt – es

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 20/09/14

Allí sostiene el cáliz de su Hijo, sostiene la vida, nos sostiene a los hombres

María «estaba» al pie e la cruz: «Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre». Jn 19,25. María estaba allí, en aquella cruz. María era mucho más que aquel lugar que olía a injusticia, a dolor, a muerte. María era Madre, Hija, Esposa. Era niña y Reina. Era esclava y pobre.

Era parte del corazón de Jesús, estaba en sus mismas entrañas, clavada con Él, en Él. Igual que Él estaba en sus entrañas de Madre. Por eso ese día, a esa hora, estaba en Jesús y Jesús en Ella. María estaba en su misma cruz, porque no podía estar en otro lugar. Estaba junto a su Hijo, acogiéndolo en sus brazos, sosteniendo su dolor, no dejándolo caer.

María es Madre, Esposa, Hija. María no estaba de paso en la vida de Jesús, en la vida de los hombres. María estaba allí para siempre.

Al pensar en María al pie de la cruz, lo primero que pienso es en eternidad, solidez, pertenencia. María no estaba de paso al pie de la cruz. María «estaba» en la cruz y «era» al mismo tiempo parte de la cruz.

En ese mismo lugar había muchas personas: soldados, curiosos, simples espectadores, escribas, fariseos, amigos y enemigos de Jesús. La mayoría estaba allí de paso. No se quedaron ahí para siempre. Cuando acabó todo regresaron a sus casas. En pocos de ellos cambió algo en sus vidas por haber estado allí ese día.

María, sin embargo, estaba allí para siempre al pie de la cruz. Ese «estar» cambió su corazón de Madre. Hoy sigue estando al lado de la cruz. Esa herida de tanto dolor ensanchó su alma, la hizo navegable para los hombres.

Sus pies quedaron clavados en la tierra, en lo más hondo. Su rostro permaneció alzado al cielo, mirando la luz escondida en la muerte. Su alma quedó clavada en la de Cristo para siempre, unida a su Hijo, atada como Esposa.

San Bernardo le dice a María: «Esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. La cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya».

Su alma no podía irse de aquel lugar. Nunca pudo irse. No quiso irse. Estaba en la cruz, en el monte Calvario, en la tierra que se elevaba sobre el mundo. Allí estaba María firme, de pie, solemne, recia. Como una columna.

Hoy, cuando uno entra en el Santo Sepulcro en Jerusalén, adora a Dios vivo. Cristo vive allí. Y en ese mismo lugar, al otro lado del sepulcro, está María. De pie, firme, permanece a su lado, sosteniendo el cáliz de su sangre, de la vida verdadera.

Allí, al pie de la cruz, de nuestra cruz, María no se tambalea, no cae. Es una mujer de una pieza. Mirar a María no es mirar a una mujer dulce, blanda, a una mujer que no ha sufrido, impasible, afable. No, mirar a María es mirar a una mujer fuerte, firme, arraigada, elevada, estable, digna de confianza. María «está» y «es».

Es esa mujer sólida que no se deja llevar por los vientos, por los miedos, por la vida. Al mirarla sentimos nuestra propia debilidad, nuestra vulnerabilidad, nuestra inestabilidad. Son fugaces nuestros actos y nuestras palabras.

Tantas veces no estamos donde decimos estar. Nuestras palabras no realizan actos. Nuestro amor no se expresa en la vida. No somos lo que queremos ser. Nos dejamos llevar por el viento, nos tambaleamos ante las cruces del camino, caemos y no podemos sostener a otros.

Estamos de paso en nuestros compromisos, fugaces momentos de sí. Nos mantenemos hasta que el amor desparece, hasta que corren vientos nuevos. Así de blanda es nuestra fortaleza, nuestra roca.

Mirar a María es pedir el don de saber estar en la vida como Ella estuvo. «Estar» con mayúsculas, para que el corazón se arraigue.

«Estar» enraizado significa «estar» anclado en lo más hondo de la vida, en lo más profundo de Dios. Entre el cielo y la tierra. En el cielo y en la tierra. Estar tiene una connotación de eternidad.

María nunca se ha bajado de la cruz de Cristo desde aquel momento. Allí sostiene el cáliz de su Hijo, sostiene la vida, nos sostiene a los hombres.

Allí abraza a su Hijo y nos abraza a nosotros. Ella no está de paso por nuestra vida. No corre, no pasa de largo, se detiene ante nosotros.

Me emociona pensar en ese «estar» de María que está lleno de vida, de luz, de esperanza, de camino. Su «estar» al pie de la cruz es una mirada que se alza, es un gesto que se inclina hacia lo alto.

Los pies algo elevados y firmes. Las manos que buscan. La voz que se quiebra al tocar el aire. Los ojos que se mueven buscando su rostro. Ese «estar» junto a Jesús tiene más movimiento que tantos movimientos nuestros que no van a ningún lado.

El «estar» de María está cargado de amor. Tiene raíces profundas y grandes alas. Es un «estar» que se adentra en el alma del amado, que se mueve suavemente, sin violencia. Es un «estar» que es donación, entrega, sacrificio.

María asciende a la cruz. María se queda en la cruz. María no huye del costado abierto de su Hijo. Permanece allí para siempre en lo más profundo de su entrega, de la grieta por la que brota la vida. Toca el madero y permanece clavada en él, estática, extática, para toda la eternidad. Sale de sí misma al estar alzada, clavada, elevada, callada.

En ese gesto insignificante para muchos, María se dona. No se ve el movimiento. Está contenido en todo su amor que se regala. Pero ese «estar» de María va más allá de aquel madero. Es un amor que no se queda en la cruz quieto. Es un amor que desciende hacia los hombres y se pone en camino.

María se abaja, como se abaja el mismo Cristo. Y su amor crucificado se convierte en un amor que levanta, carga y sostiene muchas vidas. El amor de María se pone en camino, se hace peregrino. Su «estar» se hace encuentro, movimiento, vida.

Ella está en nosotros, con nosotros, a nuestro lado, al pie de nuestra cruz, caminando con nosotros. Es y está a nuestro lado.

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